natural

El arquitecto, al componer, ha de valorar especialmente el efecto perspectivo, es decir, ha de organizar la silueta, el reparto volumétrico, el vuelo de la cornisa, la plasticidad del perfil y de la ornamentación, etcétera, de manera que, desde un punto de vista, aparezcan con el énfasis adecuado. Naturalmente, este punto siempre será aquel desde el que se contemple la obra con mayor frecuencia, de manera más natural y sencilla. Casi todos los monumentos artísticos revelan la gran importancia que concedieron sus autores a este aspecto.

Frente a estas soluciones, eminentemente prácticas, referidas a la cuestión del estilo, se abre camino un punto de vista opuesto, según el cual los estilos arquitectónicos no son el fruto de una invención, sino que, siguiendo las leyes de la selección natural, de su trasmisión y adaptación a partir de unos pocos tipos originarios [Urtypen], se han desarrollado según diferentes direcciones, de manera más o menos semejante a cómo se supone que sucede con el origen de las especies en el reino de la creación orgánica.

La tercera ficción de la arquitectura clásica es la historia. Hasta mediados del siglo XV, el tiempo se concebía de un modo no-dialéctico. Desde la Antigüedad hasta la Edad Media no se tenía conciencia del movimiento progresivo del tiempo. El arte no buscaba su justificación en relación con el pasado o el futuro; era inefable y atemporal. De este modo, en la Antigua Grecia, el templo y el dios eran uno y el mismo; la arquitectura era divina y natural. Por ello fue considerada como «clásica» por la época «clásica» que vino después. Lo clásico no podía ser representado o simulado, tan sólo podía ser. En su descarada afirmación de sí misma era no-dialéctica y atemporal.

El dibujo es el lenguaje natural de la arquitectura; todo lenguaje, para cumplir su cometido, debe estar perfectamente en armonía con las ideas de las que es expresión; ahora bien, siendo la arquitectura esencialmente sencilla, enemiga de toda inutilidad, de toda afectación, el tipo de dibujo que usa debe estar liberado de cualquier clase de dificultad, de pretensión, de lujo; contribuirá entonces singularmente a la celeridad, a la facilidad de estudio y al desarrollo de las ideas; en caso contrario no hará más que volver la mano torpe, la imaginación perezosa e incluso, a menudo, el juicio falso.

Así como, en el aspecto formal, una analogía en los elementos débiles, derechos y ligeros, en la simplicidad de los planos, en el ritmo reposado de macizos y huecos, en los que la alternancia de las sombras geométricas crea una composición de espacios y de valores, recuerda los períodos del origen de la arquitectura griega, en el aspecto de su desarrollo, por estar en el inicio de un grandísimo porvenir, por no haber establecido hasta ahora más que una pequeña parte de sus características, por esperar de su evolución natural la obtención de un arte más pleno, y por el hecho de que este renacer vive en un movimiento general de renacimiento, podemos reconocer precisamente todos los caracteres de un nuevo período arcaico en la historia de la arquitectura.

Es natural que busquemos una norma del gusto, una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres o, al menos, una decisión que confirme un sentimiento y condene otro. Existe una concepción filosófica que elimina todas las esperanzas de éxito en tal intento y representa la imposibilidad de obtener nunca una norma del gusto. La diferencia, se dice, entre el juicio y el sentimiento es muy grande. Todo sentimiento es correcto, porque el sentimiento no tiene referencia a nada fuera de si, y es siempre real en tanto un hombre sea consciente de él. Sin embargo, no todas las determinaciones del entendimiento son correctas, porque tienen referencia a algo fuera de sí, a saber, una cuestión de hecho, y no siempre se ajustan a ese modelo. Entre un millar de opiniones distintas que puedan mantener diferentes hombres sobre una misma cuestión, hay una, y sólo una, que sea la exacta y verdadera, y la única dificultad reside en averiguarla y determinarla. Por el contrario, un millar de sentimientos diferentes, motivados por el mismo objeto, serán todos ellos correctos, porque ninguno de los sentimientos representa lo que realmente hay en el objeto. Sólo señala una cierta conformidad o relación entre el objeto y los órganos o facultades de la mente. Y si esa conformidad no existiera, de hecho, el sentimiento nunca podría haber existido.

Tenemos que considerar el espacio arquitectónico, que nace de modo artificial entre paredes, como una especie de vacío dentro del espacio natural. Las paredes alejadas entre sí extraen en cierto modo ese vacío del lleno homogéneo del espacio natural y lo mantienen dentro de él como una burbuja en el agua.

La belleza no es una cualidad de las cosas mismas; existe sólo en la mente que las contempla, y cada mente percibe una belleza diferente. Una persona puede incluso percibir uniformidad donde otros perciben belleza, y cada individuo debería conformarse con sus propios sentimientos sin pretender regular los de otros. Buscar la belleza real 0 la deformidad real es una búsqueda tan infructuosa como pretender encontrar el dulzor o el amargor reales. De acuerdo con la disposición de los órganos, el mismo objeto puede ser a la vez dulce y amargo, y el dicho popular ha establecido con toda razón que es inútil discutir sobre gustos. Es muy natural, e incluso necesario, extender este axioma tanto al gusto de la mente como al del cuerpo, y así se ve que el sentido común, que tan a menudo está en desacuerdo con la filosofía, especialmente con la escéptica, está de acuerdo, al menos en este caso, en emitir la misma decisión.

La tectónica constituye el genuino arte universal o cósmico. La palabra cosmos, que no tiene ninguna otra equivalencia en cualquiera de las lenguas vivas, significa, a la vez, orden universal y ornamento. El ornamento expresa la armonía entre una configuración artística tectónica y las leyes generales de la naturaleza. Cuando el hombre adorna, mediante un acto más o menos consciente, evidencia de manera nítida, de los objetos que decora, una legitimidad natural.

Es válido enfocar el problema de la tradición en arquitectura como el estudio de una disciplina arquitectónica autónoma: una disciplina que incorpora dentro de sí un conjunto de normas estéticas y resulta de la acumulación histórica y cultural, de la cual toma su significado. Pero estos valores estéticos ya no se pueden ver como constituyentes de un sistema cerrado de reglas o representantes de una ley natural fija y universal. […] Si los arquitectos de hoy tienden hacia la investigación de las condiciones materiales de la producción artística del pasado, deben de ser conscientes de la transformación de la tradición ocasionada por dichas condiciones.

Un modo racional de construcción debe ser pensado tanto atendiendo a una elaboración y fijación definitiva de los elementos propiamente constructivos, como a una exclusión de juegos superfluos. Sólo de este modo pueden conciliarse los dos requisitos, aparentemente opuestos, de la mayor tipificación posible y de la conservación de una posibilidad amplia de disposición. El pensamiento fundamental subyacente a la construcción moderna, que se subraya cada vez más en los intentos distintos de encontrar nuevas soluciones, puede resumirse con el lema de la racionalización. La relación fundamental, que proporciona la medida peculiar para enjuiciar un modo racional de construcción, está determinada por la vinculación entre el fin deseado y los medios empleados. Los costes pueden ser juzgados únicamente desde este fin. A la racionalidad no pertenecen solamente los gastos momentáneos. La duración de la carga, que se espera de un complejo constructivo, determina esencialmente esta relación básica. En consecuencia, para una construcción realmente racional se impondrá cada vez más el pensamiento de edificar una casa para una generación. Con ello queda abierta la posibilidad de una formación ulterior permanente y de un desarrollo natural, cuya dirección ya conocemos en la actualidad de un modo aproximativo. La reducción consciente de la duración de una casa es necesaria.

En este caso -en el caso de los impresionistas y sobre todo de los postes impresionistas- nosotros somos dominados; sometidos. En el caso de la forma neoplástica sucede precisamente lo contrario: la Obra de arte es el resultado de nuestra espiritualidad activa, la naturaleza sometida y es dominada por nosotros. La cuestión de por qué el espíritu humano puede expresarse libremente dentro de los límites del caso natural, puede ser contestada ahora directamente en relación con lo arriba expuesto: porque la experiencia externa de la realidad no es capaz de expresar en una forma determinada la Verdad.

Yo siento una fusión de los sentidos. Oír un sonido es ver su espacio. El espacio tiene tonalidad, y me imagino componiendo un espacio altísimo, de bóvedas, o bajo una cúpula, atribuyéndole un carácter de sonido alternando con los tonos de un espacio, estrecho y alto, con un plateado gradual, de la luz a las sombras. Los espacios de la arquitectura en su luz me hacen querer componer una clase de música, imaginando una verdad del sentido de la fusión de las disciplinas y sus órdenes. Ningún espacio, arquitectónicamente, es un espacio a menos que tenga luz natural. La luz natural es diferente con la hora del día y la estación del año. Una habitación en arquitectura, un espacio en arquitectura, necesita la luz dadora de vida.

Lejos de tratarse de un simple reflejo, el signo, como había de escribir Benveniste, es el instrumento de una re-producción, la cual sólo tiene sentido, sólo da sentido, en la medida en que está sometida a una estricta legalidad. La operación del signo puede muy bien inscribirse, como quería Cassirer, en el principio mismo de la conciencia, la cual implica, como su propia condición, que en ella no se pueda incluir nada que no remita a otra cosa, sin que sea necesaria una mediación suplementaria: «sólo en esta representación ya través de ella se hace posible lo que llamarnos el dato y la presencia del contenido». Además, para tener derecho a hablar de simbolismo en el sentido más actual del término, es necesario que esta representación, procediendo como lo hace de un tipo de puesta en escena o de escenografía natural, y de una fuerza de significar anterior a cualquier posición de un signo singular, se inscriba en una red de relaciones que obedezca a un principio propio de constitución, el cual imprimirá a su vez su sello en todas sus producciones.

Muy acertadamente, los monumentos de tiempos remotos se describen como recipientes fosilizados de organizaciones sociales extintas, pero estos no crecieron sobre la espalda de la sociedad como lo hacen los caparazones a la espalda de los caracoles ni brotaron por un ciego proceso natural, como los arrecifes de coral, sino que son libres creaciones del hombre en las que este puso inteligencia, capacidad de observación de la naturaleza, genio, voluntad, conocimiento y poder.

El momento determinante de este proceso es la aparición de la línea del contorno, mediante la cual se retiene la imagen de un ser natural sobre una superficie dada. De este modo, se inventó la línea como elemento de todo dibujo, de toda puntura y, en general, de todo arte que se representa en la superficie. Los trogloditas de Aquitania ya habían pasado esta fase, aunque les fueran extraños los entrecruzamientos del arte textil, puesto que no necesitaban sus productos. En realidad, el momento técnico juega también un papel dentro del proceso descrito, pero ni con mucho aquel papel directriz que pretenden los partidarios de la teoría de origen técnico-material. El impulso no viene de la técnica, sino más bien de la decidida volición artística. Se quería crear la imagen de un ser natural en material muerto y se inventó para tal fin la técnica apropiada. Para empuñar un arma más cómodamente no se precisaba la figura redonda de un reno a guisa de mango. Un impulso artístico inmanente que, luchando por abrirse paso, existía antes de toda invención, de toda protección textil para el cuerpo, condujo al hombre a formar un mango de hueso con la figura de un reno.

La armonía es el primer: móvil, el de mayores efectos y tiene el derecho más natural sobre nuestras sensaciones; las artes que se basan en ella proporcionan a nuestra alma una sensación más o menos deliciosa.

Cada imagen espacial contiene su propia negación, a la que hemos llamado vacío. En un caso es un ‘vacío del espacio natural‘ en otro un ‘vacío del espacio de experiencia‘. Con la fusión se anulan ambas negaciones y nacen ambos términos positivos, el binomio dentro-fuera. El dentro deja de ser un vacío, una negación del espacio natural, sino algo que tiene una valoración positiva por su coincidencia con nuestro espacio de experiencia. El fuera tiene ahora también valor positivo: ya no es un vacío inhóspito, la negación de nuestro espacio de experiencia, que somos incapaces de referir a nuestra existencia, sino un entorno natural enteramente referido a la casa, que guarda dentro de sus paredes nuestro espacio de experiencia.

Tenemos aún una tercera manera para entrar en contacto con el hecho espacial, porque el intelecto quiere informarse sobre la extensión espacial, y esto sucede por su cuantidad. La casa debe ejercer también aquí su función intermediaria: está precisamente hecha para ello, porque tiene que conciliarnos completamente con el espacio natural, tanto en el sentido corporal como en el sentido sensorial e intelectual. Del mismo modo que aprendemos el paso del tiempo por medio de todo lo que ocurre en el tiempo, así medimos también la extensión del espacio por medio de todo lo que está situado en él y asilo conocemos.

El organismo vivo es sano citando es un producto del arte natural ajustado a los principios básicos de la arquitectura natural; del mismo modo la villa o la ciudad será sana, -física, espiritual y culturalmente- sólo cuando se desarrolle como productor del arte humano, y de de acuerdo a los principios básicos de la arquitectura humana. Sin duda, esto debe aceptarse como el secreto fundamental de toda construcción urbana.

El hecho de que la historia no pueda considerarse como determinada y teleológica en ningún sentido ordinario, deja abierta a la cuestión la historicidad de toda producción cultural, por una parte, ya la naturaleza cumulativa y normativa de los valores culturales, por otra. Difícilmente cabe esperar volver a una interpretación clásica de la historia en la que una ley natural universal sea la a prioridad fija con la que medimos todos los fenómenos culturales. […] Hoy, nuestro conocimiento del pasado ha aumentado considerablemente, pero es un campo de especialistas y es igual y opuesto a la ampliamente extendida ignorancia y vaguedad existentes en torno a la historia en nuestra cultura. Cuanto más objetivo se vuelve nuestro conocimiento del pasado, menos se puede aplicar el pasado a nuestro tiempo. El uso del pasado para suministrar modelos para el presente depende de la distorsión ideológica del primero; y todo el esfuerzo de la historiografía moderna va encaminado a eliminar estas distorsiones. En este sentido, la historiografía moderna es el descendiente directo del historicismo. Y, como tal, está consagrada a una visión relativista del pasado y se resiste al uso de la historia para la obtención de modelos directos.

Tenemos que ver el espacio arquitectónico como un complemento del espacio natural, con lo que se supera el conflicto entre el espacio natural y el espacio de nuestra experiencia. Del mismo modo que la sandalia, que atamos a nuestro pie, supera el conflicto entre la tierra áspera y nuestro delicado pie. Las sandalias y la ropa en general completan el cuerpo humano; la casa completa el espacio natural. Este enriquecimiento del espacio natural con el espacio arquitectónico, produce la imagen espacial de la naturaleza, que puede armonizar con la imagen del espacio de nuestra experiencia. Ambas imágenes espaciales pueden sintonizarse de tal manera que cada una de ellas se convierta en el complemento perfecto de la otra, de tal modo que forman un todo. Nuestro espacio de experiencia se integra así enteramente en el espacio de la naturaleza.

Consideremos al hombre en su origen primero sin otra ayuda, sin otra guía que el instinto natural de sus necesidades. Necesita un lugar de reposo… El hombre desea hacerse un alojamiento que lo abrigue sin sepultarlo. Algunas ramas caídas en el bosque constituyen los materiales aptos para su designio. Elige entre ellas cuatro de las más fuertes, las hinca perpendicularmente y las dispone en un cuadrado, sobre las mismas coloca otras cuatro atravesadas y sobre éstas dispone otras inclinadas a ambos lados y confluyen tes en una punta. Esta especie de techo es cubierto con hojas lo suficientemente apretadas de modo que ni el sol ni la lluvia puedan atraversarlo, y he aquí al hombre alojado. Es verdad que el frío y el calor le harán sentir su incomodidad en su casa abierta por todo lados, pero entonces él llenará los vacíos entre los pilares y se encontrará seguro. Éste es el camino de la simple naturaleza; gracias a la imitación de sus procedimientos es como nace el arte. La pequeña cabaña rústica que acabo de describir, es el modelo según el cual se han imaginado todas las magnificiencias de la arquitectura. Aproximándose a ese primer modelo en la ejecución de la simplicidad es como se alcanzan las verdaderas perfecciones y se evitan los defectos esenciales.

Todo arte, y por tanto también el arte decorativo, está en indisoluble comunión con la naturaleza. Todo producto artístico traduce uno natural, ya sea en el estado inalterado en que lo ofrece la naturaleza, ya sea transformado por el hombre para su beneficio o placer.

Debemos inventar y volver a fabricar la ciudad futurista como una inmensa obra tumultuosa, ágil, móvil, dinámica en cada una de sus partes; y la casa futurista será similar a una gigantesca máquina. Los ascensores no estarán escondidos como gusanos en los huecos de escalera, sino que éstas, ya inútiles, serán eliminadas y los ascensores treparán por las fachadas como serpientes de hierro y cristal. La casa de cemento, cristal y hierro, sin pintura ni escultura, bella sólo por la belleza natural de sus líneas y de sus relieves, extraordinariamente fea en su mecánica sencillez, tan alta y ancha como es necesario y no como prescriben las ordenanzas municipales, debe erigirse en el borde de un abismo tumultuoso: la calle, que ya no correrá como un felpudo a los pies de las edificaciones, sino que se construirá bajo tierra en varios niveles, recibiendo el tráfico metropolitano y comunicándose a través de pasarelas metálicas y rapidísimas cintas transportadoras.

Un edificio debe parecer que crece fácilmente desde su propio solar, y debe estar configurado en armonía con sus alrededores si la Naturaleza allí se manifiesta; y si no, intentar hacerlo de forma tan tranquila, sustancial y orgánica como Ella lo hubiese hecho de haber tenido la oportunidad. Nosotros, los del Medio Oeste, vivimos en la llanura. La llanura tiene una belleza propia, y deberíamos reconocer y acentuar esta belleza natural, su perfil suave. De ahí los tejados suavemente inclinados, las proporciones de poca altura, las silenciosas líneas de horizonte, la chimeneas corpulentas suprimidas y los voladizos protectores, las plataformas bajas y los muros que se extienden por el exterior apoderándose de los jardines privados.

El retorno a los orígenes es una constante del desarrollo humano y en esta cuestión arquitectura conforma todas las demás actividades humanas. La cabaña primitiva -el hogar del primer hombre- no es, pues, una preocupación incidental de los teóricos ni un ingrediente casual de mitos o rituales. El retorno a los orígenes implica siempre un repensar de lo que se hace habitualmente, un intento de renovar la validez de las acciones cotidianas, o simplemente un recordar la sanción natural (o incluso divina) que permite repetir esas acciones durante una estación. En el actual repensar por qué y para qué construimos, la cabaña primitiva retendrá, creo yo, su validez como recordatorio del significado original -y portando esencial- de todo edificio para la gente; es decir, el significado de la arquitectura. Sigue siendo esa declaración subyacente, ese núcleo intencional e irreductible que he intentado mostrar transformado por las tensiones entre diversas fuerzas históricas.

Cualquiera que sea la rama de las artes aplicadas a la que pertenezca un objeto, ha de cuidarse en la elaboración de cada uno que su captura y su forma exterior sean plenamente apropiadas a su verdadera finalidad y a su forma natural. No desistir ningún ornamento que no se incorpore orgánicamente.

Existe un camino de la forma [Gestaltungsweg] en el que todas las cosas, tanto las que se conforman a la manera de las figuras geométricas como las semejantes a formaciones cristalinas, llegan a adquirir su definición formal a partir de la idea encerrada en un concepto individual. Por el contrario, cuando las cosas adquieren su forma a partir de ideas externas, ajenas a su propio llegar a ser interior, el camino hacia la forma discurre por otros senderos. De lo que deducimos que la riqueza de nuestras construcciones, de nuestro quehacer creador, descansa decididamente de una vez por todas en la riqueza de nuestros conceptos. En tanto que el hombre primitivo, sin tener consciencia de poseer un concepto acerca de la forma, estaba en sintonía con la naturaleza y, por lo tanto, se comportaba de una manera natural, llegando incluso a mostrarse siempre creativo, el hombre de las culturas geométricas, dotado de una voluntad conceptual tan acentuada cuanto limitadas son sus ideas, se ha mostrado fecundo sólo hasta que el flujo de su energía vital se volcó y se envasó en el molde de las formas que siguen las reglas y leyes de la geometría, con lo que certificó su propia acta de defunción creativa. Dicho de otra manera, sólo fue creativo mientras esas figuran fueron capaces de transmitir su propia vitalidad al proceso de desarrollo formal.

La idea básica de cada construcción, por ser algo inventado, no ha de buscarse en la corrección del desarrollo algebraico un del cálculo estructural, sino de un determinado ingenio natural. Pero, desde este último punto de vista, la construcción se introduce en el campo del arte; esto quiere decir que el arquitecto elegirá, caracterizará, perfeccionará o inventará aquella manera de construir capaz de incorporarse, de la manera más natural posible, a la imagen por él creada y que mejor se adapte a la forma artística en gestación.

Aquello que llamamos formas, tanto naturales como artificiales, constituyen únicamente el espacio de intercambio de las fuerzas integradoras y desintegradoras que mutan a baja velocidad. La realidad consiste en estas dos categorías de fuerzas que interactúan constantemente en configuraciones visibles e invisibles. A este intercambio de fuerzas que interactúan lo denomino correalidad, y a la ciencia de las leyes de interrelación, correalismo. El término correalismo expresa la dinámica de una interacción constante entre el hombre y su entorno natural y tecnológico.

Independientemente de la cuestión, casas colectivas o casas individuales, es preciso definir el problema de la forma de las construcciones, es decir, decidir si las viviendas deben ordenarse horizontal o verticalmente. La disposición horizontal comporta la creación de casas en hilera unifamiliares; la vertical, la de edificios de más pisos. La forma residencial ideal, en cuanto es la más natural, es la casa baja unifamiliar. Esta garantiza a la familia la paz doméstica y una vida íntima, lo que en una época fuertemente colectivista tiene una importancia particular. Sólo este tipo de edificio permite enlazar directamente todas las habitaciones con el jardín, aunque sea pequeño. Y esto significa que el espacio habitable de la casa viene ampliado y completado por el espacio habitable del jardín. La vivienda en la casa ele pisos no podrá sustituir nunca para la familia y, sobre todo, para los niños, las condiciones sanas de vida ofrecidas por la casa unifamiliar… Un desarrollo futuro de la urbanística, que no comporta solamente una descentralización de los sectores, conducirá a un desarrollo de esta forma residencial que hoy nos parece aún utópica.

La arquitectura será el desarrollo vernáculo acorde con el sentimiento natural y los medios industriales para servir con arte necesidades actuales… Los intentos de usar formas extraídas de otras culturas y condiciones diferentes a las propias deben terminar… América -una república democrática- presenta más que cualquier otra nación este nuevo problema arquitectónico. Sus instituciones están concebidas (o así se dice), al menos con espíritu democrático… La individualidad, por tanto, es un ideal nacional grande, fuerte. Cuando este ideal degenera en mezquino individualismo, nacionalismo o desenfreno personal, no es más que una manifestación de debilidad, propia de la naturaleza humana. Semejante degeneración no es un defecto fatal para el ideal democrático… En América, pues, cada uno tiene este derecho peculiar, inalienable a vivir su vida en su propia casa a su propia manera …

El objetivo principal de la administración ha de ser asegurar la máxima prosperidad para el patrón, junto con la máxima prosperidad para cada uno de los empleados. Las palabras «máxima prosperidad» están empleadas en su sentido más amplio, para dar a entender no sólo grandes dividendos para la compañía o para el propietario, sino también el desarrollo de todas las ramas del negocio hasta su estado más elevado de excelencia, de manera que la prosperidad para ser general y permanente. De igual manera, máxima prosperidad para cada uno de los empleados significa no sólo salarios más elevados que los que ordinariamente reciben los hombres de su clase, sino que, lo que es aún más importante, significa también la formación de cada hombre hasta llegar al estado de su máxima eficiencia, de manera que, hablando en términos generales, sea capaz de hacer la cálida más elevada del trabajo para el que lo hacen a tu su capacidad natural , y significa también darle a hacer esta clase de trabajo siempre que sea posible.

Ahora aprendemos a traducir, en nuestra imaginación, la realidad en construcciones que son controlables por la razón, para que posteriormente podamos encontrar estas mismas construcciones en la realidad natural existente – de este modo penetraremos la naturaleza con una visión articuladora.

En el Cubismo se realiza, aunque al principio sólo de una manera predominantemente natural, pero en su esencia revolucionaria por la descomposición de la forma natural, el paso de lo natural a lo espiritual, es decir, el paso de lo representativo a lo plástico, de lo limitado a lo espacial.

Así pues, mientras que la actividad de la máquina (sus actuaciones de prensión, tracción, arranque) representa una función puramente práctica -en tanto, pues, que la función representa en la construcción no más que la obligatoriedad matemática-, en la arquitectura la función no puede significar otra cosa que la dependencia espacial y formal respecto de las condiciones previas de la finalidad, el material y la construcción. Por ello me parece imposible pretender transferir de algún modo al espacio la función práctica de la máquina, o la organización técnica al organismo de la arquitectura. Los arquitectos, desde el principio, tenemos que someter a nuestra planificación, como cosa natural y lógica, las exigencias materiales y los contextos constructivos; esas exigencias y contextos hemos de considerarlos, sencillamente como condiciones previas de la organización total de una obra arquitectónica. Pero debemos saber que son tan sólo un componente del proceso productivo. Pese a las grandes dimensiones y a la clara relación de los medios técnicos, ese componente no es todavía arquitectura.

El espacio que el pintor trata de abarcar es fundamentalmente el orden visible de los acontecimientos que experimenta. La pintura es una forma de pensamiento. Por lo tanto, es al mismo tiempo natural e inevitable que los pasos que el pintor da hacia la formulación de la experiencia espacial estén condicionados por sus ideas y concepciones sobre el ordenamiento de la existencia social.

La experiencia espacial no es privilegio del arquitecto con talento sino función biológica de todos. La base biológica de la experiencia espacial es don natural de todos, como lo es la experiencia del color o del tono. Mediante la práctica y ejercicios apropiados esta facultad puede ser desarrollada. Indudablemente, se observarán diferencias en las facultades de cada uno, desde la máxima hasta la mínima, pero básicamente la experiencia espacial es accesible a todos, aun en sus formas más ricas y complejas.

Las formas surgidas de exigencias objetivas, conformadas por la vida, cuyo carácter primitivo no ha sido modificado por el hombre, son de índole natural y elemental, mientras que aquéllas a las que se quiere dotar de una expresión, se derivan de una norma, de reglas entendidas como un hecho de conocimiento humano. De manera que las primeras de estas formas, aun sometidas continuamente por circunstancias externas a modificaciones, son desde luego realmente eternas e indestructibles, ya que son formas a las que la vida confiere sin cesar un nuevo renacer. Por el contrario, las formas emanadas de una voluntad de expresión se encuentran sometidas a la caducidad y a las variaciones del conocimiento del hombre. Ello quiere decir que las formas que satisfacen una finalidad práctica surgen asimismo de una manera natural y discurren, por así decir, por un sendero anónimo, en tanto que las que responden a una voluntad de expresión tienen un origen psíquico y por eso mismo alcanzan el más alto grado de subjetividad e indeterminación. Con otras palabras: las formas que satisfacen una finalidad objetiva son siempre, y en todas partes, las mismas. En cambio, las formas debidas a una voluntad de expresión se encuentran ligadas al linaje y al conocimiento, y por lo tanto al lugar ya la época. La historia de la evolución formal, el llegar a ser de las formas [Gestaltwerdung], es en realidad una historia de los requerimientos que se aplican a la expresión de las cosas.

Todo lo que el arte es y hace descansa sobre el hecho de que cuando el hombre goza de un estado saludable, toma la vida con seriedad, como algo sagrado y potencialmente significativo; y por necesidad se toma con seriedad también a sí mismo, como transmisor de la vida y como creador, mediante sus propios esfuerzos especiales, de nuevas formas de vida no dadas en el mundo natural. Con su capacidad de simbolización, el hombre re-piensa, re-presenta, re-ordena, re-forma cada una de las partes del mundo, transformando su ambiente físico, sus funciones biológicas, sus capacidades sociales, en un ritual y drama culturales llenos de significados inesperados y de realizaciones intensas.