fuera

La ciudad-vivienda y los ciudadanos constituyen una unidad, que está rodeada por el paisaje que limita con ella. Este paisaje contribuye no poco a que, en un determinado lugar, nos sintamos o no como en casa: si el paisaje es yermo, la zona habitada adquiere mayor importancia; lo contrario ocurre cuando el paisaje y el clima invitan a desarrollar el «arte» de estar fuera de casa.

Si el realismo y el virtuosismo gráfico devienen demasiado grandes en una representación arquitectónica, si esa representación no deja ya ningún «lugar abierto» donde nosotros podamos entrar con nuestra imaginación y que haga surgir en nosotros la curiosidad por la realidad del objeto representado, entonces la propia representación se convierte en el objeto deseado. Palidece el deseo del objeto real, y poco, o nada, apunta hacia lo presuntamente real, lo real que está fuera de la representación. La representación ya no contiene ninguna promesa, se refiere a si misma.

¿Puede un hogar ser una expresión arquitectónica? Quizás la idea de hogar no sea en absoluta una noción propia de la arquitectura, sino de la sociología, la psicología y el psicoanálisis. El hogar es una vivienda individualizada, y el significado de esa sutil personalización parece hallarse fuera de nuestro concepto de arquitectura. La casa es el contenedor, la cáscara, de un hogar. Es el usuario quien alberga la sustancia del hogar, por decirlo de algún modo, dentro del marco de la vivienda. El hogar es una expresión de la personalidad de la personalidad del habitante y de sus patrones de vida únicos. En consecuencia, la esencia del hogar es más cercana a la vida misma que al artefacto de la casa.

Partamos pues, para variar, del pasado, y veamos a la luz del cambio -es decir, de los cambios que él mismo aporta a sus condiciones de vida- aquello que en la condición del hombre no puede más que permanecer invariable. Si uno comprende que la experiencia del medio adquirida durante el pasado conserva su valor en el presente (que sigue siendo aún contemporánea), se atenuarán las contradicciones insuperables entre pasado, presente y futuro, entre antiguas y nuevas ideas del espacio, de la forma, de la construcción entre producción manual y producción industrial. ¿Por qué se cree tan a menudo que hay que elegir categóricamente como si nos fuera imposible mostrarnos leales en ambos sentidos? He llegado a oír que un arquitecto no podría ser prisionero de la tradición en una época de cambio. Me parece que un arquitecto no debe ser prisionero de nada. Y en ningún caso debe ser prisionero de la idea de cambio.

Cada imagen espacial contiene su propia negación, a la que hemos llamado vacío. En un caso es un ‘vacío del espacio natural‘ en otro un ‘vacío del espacio de experiencia‘. Con la fusión se anulan ambas negaciones y nacen ambos términos positivos, el binomio dentro-fuera. El dentro deja de ser un vacío, una negación del espacio natural, sino algo que tiene una valoración positiva por su coincidencia con nuestro espacio de experiencia. El fuera tiene ahora también valor positivo: ya no es un vacío inhóspito, la negación de nuestro espacio de experiencia, que somos incapaces de referir a nuestra existencia, sino un entorno natural enteramente referido a la casa, que guarda dentro de sus paredes nuestro espacio de experiencia.

Cada forma constructiva, realmente tectónica, contiene un núcleo absoluto, al cual el embellecimiento decorativo, que puede ser diverso dentro de ciertos límites, presta un encanto variable. No obstante, y muy en primer término, hemos de encontrar siempre el elemento absoluto, aún en el caso de que tenga todavía una forma imperfecta o tosca. El artista que aborda el diseño de los elementos estructurales solamente desde el punto de vista de las consideraciones externas, decorativas, desvía la atención del descubrimiento del puro núcleo formal. La arquitectura doméstica ha sido la primera en comenzar a liberarse de la concepción externa, al ser para ella una exigencia operar desde dentro hacia fuera, lo que la ayuda a lograr una gran autenticidad y a ser tomada en consideración.

Las formas técnicas, en cambio, son y siguen siendo calculadas, no simbólicas, y los soportes de hierro no pierden la rigidez de su génesis matemática aunque estén cubiertos de oro. Vienen de un proceso mecánico y no de una voluntad formal consciente. Y trasladar las formas técnicas al campo de la arquitectura, es decir, simbólicas, sin alterarlas, significa no saber lo suficiente sobre el problema y volver a caer en el naturalismo. Con el arte, el hombre se sitúa fuera de la naturaleza, con la técnica la continúa. Como artista, el arquitecto, naturalmente, no puede negar la técnica como soporte material de su actividad, ni puede negar el oficio. En el pasado, el arte fue la culminación de la artesanía, añadiendo a lo que era funcional en el presente un elemento de inutilidad y eternidad; la artesanía no tuvo otra culminación que el arte, quizás independientemente de los resultados obtenidos en la antigua Roma; hoy en día la técnica alcanza sus resultados por sus propios caminos, para perderse en lo informe o para elevarse a la magia técnica, por ejemplo con la radio o el telégrafo inalámbrico.

El suprematismo ha relegado al infinito el vértice de la pirámide visual propio de la perspectiva. Ha desfondado «da azul pantalla del cielo». Como color del espacio no ha elegido solamente el rayo azul del espectro, sino la unidad total, el blanco. El espacio suprematista puede ser configurado sea. hacia adelante, hacia fuera de la superficie, o bien en profundidad. Si definimos la superficie del cuadro como cero, podemos llamar a la dirección en profundidad – (negativo) y a la que se proyecta hacia adelante + (positivo)o viceversa. Vemos que el suprematismo despeja la ilusión del espacio perspectivo tridimensional o crea la última ilusión del espacio irracional, con infinitas posibilidades de ampliación en profundidad y hacia el primer plano.

La arquitectura se encuentra ante un código alterado. Las innovaciones constructivas son tales, que los viejos estilos, de los cuales padecemos la obsesión, no pueden ocultarlas; los materiales empleados actualmente están más allá del alcance de los decoradores. Hay una novedad en los ritmos, en las formas, proporcionada por los procedimientos de construcción, una novedad tal en las disposiciones y los nuevos, programas industriales, locativos o urbanos, que nos obliga a entender las leyes verdaderas y profundas de la arquitectura, el ritmo y la proporción. Los estilos no existen ya, los estilos están fuera de nosotros; si nos acosan aún, lo hacen como los parásitos. Si uno se coloca de cara al pasado, constata que la vieja codificación de la arquitectura, recargada de artículos y de reglamentos durante cuarenta siglos, deja de interesarnos y ya no nos concierne. Ha habido una revisión de valores, ha habido una revolución en el concepto de la arquitectura.

Es natural que busquemos una norma del gusto, una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres o, al menos, una decisión que confirme un sentimiento y condene otro. Existe una concepción filosófica que elimina todas las esperanzas de éxito en tal intento y representa la imposibilidad de obtener nunca una norma del gusto. La diferencia, se dice, entre el juicio y el sentimiento es muy grande. Todo sentimiento es correcto, porque el sentimiento no tiene referencia a nada fuera de si, y es siempre real en tanto un hombre sea consciente de él. Sin embargo, no todas las determinaciones del entendimiento son correctas, porque tienen referencia a algo fuera de sí, a saber, una cuestión de hecho, y no siempre se ajustan a ese modelo. Entre un millar de opiniones distintas que puedan mantener diferentes hombres sobre una misma cuestión, hay una, y sólo una, que sea la exacta y verdadera, y la única dificultad reside en averiguarla y determinarla. Por el contrario, un millar de sentimientos diferentes, motivados por el mismo objeto, serán todos ellos correctos, porque ninguno de los sentimientos representa lo que realmente hay en el objeto. Sólo señala una cierta conformidad o relación entre el objeto y los órganos o facultades de la mente. Y si esa conformidad no existiera, de hecho, el sentimiento nunca podría haber existido.

El estar fuera de escala, la repetición de elementos iguales, la aproximación del orden gigante al orden enano o el uso de objetos iguales en contextos lógicos diversos, opera sobre los objetos de la historia con lacónico estupor, como si los conociéramos por primera vez. Llamaremos a este método extrañamiento; refiriéndonos al procedimiento literario, propio de la escuela formalista rusa (Sklovski), que consistía en describir un objeto o una situación conocida como si se viese por primera vez, sin reconocerla ni nombrarla.

El concepto de forma se define como el estado de un sistema en un momento concreto del tiempo. De hecho, las formas no representan nada absoluto, sino más bien momentos estructuralmente estables en la evolución de un sistema; aun cuando su aparición (su génesis) se derive del cruce de un umbral cualitativo que, paradójicamente, constituye un momento de inestabilidad estructural. Ello es posible porque las formas no son simplemente sistemas entendidos en el sentido tradicional, sino que pertenecen a un tipo especial conocido como «sistemas de disipación». Un sistema o estructura de disipación es un sistema abierto y dinámico; por «abierto» se entiende que es un sistema en evolución, como una cafetera o el clima local, que posee energía (información) que fluye hacia fuera y probablemente también hacia su interior.

El espacio arquitectónico toma su delimitación del macizo de la pared, que desde fuera acota el espacio exterior. Por contra, el espacio que experimentamos y que nos envuelve, viene definido por el uso de nuestras facultades diversas que hacen que determinemos sus límites desde dentro. El primer espacio se presenta como un, ‘espacio-cáscara’, porque la delimitación se establece por una cáscara exterior de paredes macizas, mientras que el segundo espacio se presenta como un ‘espacio nuclear’, porque nuestra presencia determina la delimitación desde el núcleo.

Como arquitectura orgánica me refiero a una arquitectura que se desarrolla de dentro hacia afuera/»>afuera en armonía con las condiciones de su ser, a diferencia de una arquitectura que este concebida desde el exterior.

El tiempo es unidimensional. Distinguimos el espacio físico tridimensional de los espacios matemáticos pluridimensionales. Tiempo, en cambio, hay sólo uno, tanto en física como en matemáticas. Conocemos el espacio de fuera de los objetos y viceversa. Dar forma al espacio significa dar forma a los objetos. Los objetos se pueden descomponer en elementos. El tiempo es continuo, no se puede descomponer en elementos. El espacio es divergencia. El tiempo se consecuencia. Debemos ver esto con claridad para entender lo que sigue: Nuestros sentidos tienen cierta capacidad perceptiva. A través de medios técnicos pueden aumentar esta capacidad, pero, por ahora, sólo se trata de una multiplicación sin cambio esencial.

El diseñador integran se preocupa anticipadamente de todas las necesidades humanas mediante la traslación del inventario último de sus potenciales. De esa manera, podemos rápidamente hacer efectivo el crecimiento de la eficacia por kilogramo de la logística industrial mundial hasta una magnitud cuatro veces mayor a través de la institución de rediseño integrada, incorporando todos los potenciales científico actuales que de otra manera serían explotados únicamente con propósito perico, ya fuera la guerra defensiva ofensiva.

La primera característica del mundo circundante que hace posible la existencia de la forma artística, es el ritmo. Hay ritmo en la naturaleza antes de que exista la poesia, la pintura, la arquitectura y la música. Si no fuera así, eI ritmo como propiedad esenciaI de la forma se superpondría meramente aI material y no seria una operación mediante la cual el material realiza su propia culminación con la experiencia.

La obra de tejeduría, que constituye lo primigenio, conservó por entero la importancia de su significado inicial, su carácter genuino y principal de pared (ya fuera como materialización física o como mero concepto), cuando los ligeros parapetos de esteras se transformaron en sólidos muros de sillería de ladrillo o de adobe. El tapiz, en su condición de pared, permaneció como elemento visible de delimitación… Incluso allí donde se requería la realización de muros sólidos, estos formaron únicamente el andamiaje interno no visible, oculto tras ser aquel auténtico y legítimo representante de la pared: el tapiz, tejidos múltiples colores… La pintura y la escultura en madera, el estucado, el barro cocido, la obra de metal o de piedra, permanecieron y fueron, en la más inconsciente tradición posterior, una imitación de los recamados y trabajos de entrelazado multicolores, propios de las más primitivas paredes-tapiz .

El espacio debe llenarse de vida propia para satisfacemos y hacemos felices. De ahí que la proyección de la visión tridimensional, que nace sólida y desarrollada de lo sustancial del hombre, asuma otro propósito en su presencia: el establecimiento de su propia vida, el empuje para formarse y aislarse como organismo independiente. De ahí que la oposición de las fuerzas, de las partes portantes y portadas, que proveen de existencia independiente al cerramiento del espacio con leves formaciones/»>deformaciones en sus paredes a través de su estructura interna, motive la existencia y la forma de ser de la persona e inaugure para ella una nueva fuente de deliciosas consideraciones estéticas. Consecuentemente, nuestros filósofos del arte cayeron en el error de considerar la arquitectura como representación ideal de las leyes de gravedad que regulan el universo o como representación emocional de los términos de fuerza y carga, como si esta función, aparentemente didáctica, fuera su principal propósito, cuando lo cierto es que esto puede serle atribuido como mucho a una construcción articulada, es decir, al desarrollo posterior del crecimiento del organismo.

El hecho de que innumerables telas, joyas, sillas y encuadernaciones, lámparas y vasos se fabriquen con arreglo a sus respectivos modelos constituye el símbolo de que cada uno de esos objetos tiene su ley fuera de si mismo, es sólo el ejemplo fortuito de una generalidad. El sentido de su forma es el estilo y no la unicidad, a través de la cual se manifiesta, precisamente en ese objeto único, un alma en lo que tiene de singular. Esto no quiere ser una descalificación del arte aplicado, como tampoco se puede establecer entre el principio de individualidad y el principio de generalidad un orden de precedencia. Constituyen más bien los polos de las posibilidades de la creatividad humana y de los cuales ninguno puede prescindir del otro sino que solamente en cooperación con el otro, aunque en una infinidad de combinaciones, cada uno de estos principios puede determinar la vida —se trate de la vida interior o de la exterior, de la activa o de la ociosa— en cada uno de sus puntos. Y veremos las necesidades vitales, que sólo los objetos estilizados, y no los objetos singulares del arte, pueden satisfacer.

La carencia de ornamento ha conducido a las demás artes a una altura imprevista. Las sinfonías de Beethoven no hubieran sido escritas nunca por un hombre que fuera vestido de seda, terciopelos y encajes. […] Nos hemos vuelto más refinados, más sutiles. Los miembros de la tribu se tenían que diferenciar por colores distintos, el hombre moderno necesita su vestido impersonal como máscara. Su individualidad es tan monstruosamente vigorosa que ya no la puede expresar en prendas de vestir. La falta de ornamentos es un signo de fuerza espiritual. El hombre moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones anteriores y extrañas a su antojo. Su propia invención la concentra en otras cosas.

El pliegue infinito separa, o pasa entre la materia y el alma, la fachada y la habitación cerrada, el exterior y el interior. Pues la línea de inflexión es una virtualidad que no cesa de diferenciarse: se actualiza en el alma, pero se realiza en la materia, cada cosa en su lado. Ese es el rasgo barroco: un exterior siempre en el exterior, un interior siempre en el interior. Una «receptividad» infinita, una «espontaneidad» infinita: la fachada exterior de recepción y las cámaras interiores de acción. La arquitectura barroca hasta nuestros días no cesará de confrontar dos principios, un principio sustentador y un principio de revestimiento (unas veces Gropius y otras Los). La conciliación de ambos no será directa, sino necesariamente armónica, inspirando una nueva armonía: lo mismo expresado, la línea, se expresa en la elevación del canto interior del alma, por memoria o de memoria, y en la fabricación extrínseca de la partitura material, de causa en causa. Pero precisamente lo expresado no existe fuera de sus expresiones.

Con el hormigón armado, por el contrario, es posible realizar una composición homogénea de las partes portantes y portadas, así como extender en una medida considerable la horizontal y demarcar con pureza los planos y las masas. Pero, además, frente al viejo sistema de soporte-carga, en el que sólo se podía construir de abajo a arriba hacia adentro (es decir, hacia atrás), ahora se puede construir de abajo a arriba también hacia afuera/»>afuera (es decir, hacia adelante). Con esto último se ha puesto la semilla para que surja una nueva plástica arquitectónica que, junto con las posibilidades expresivas del hierro y del cristal, pueda originar -sobre una base puramente constructiva- una arquitectura que exteriormente se caracterice por su inmaterialidad óptica, por su aspecto casi flotante.

Como afirma Sigfried Giedion en El presente eterno (1962), entre los impulsos más profundos de la cultura de la primera mitad del siglo ha estado el deseo transvanguardista de retornar a la atemporalidad del pasado prehistórico, para recuperar esta dimensión de un presente eterno por fuera de las pesadillas de la historia y las compulsiones del progreso instrumental. Este deseo se insinúa como base desde donde resistir la mercantilización de la cultura. Dentro de la arquitectura, la tectónica aparece como una categoría mítica a través de la cual ingresar a un mundo donde la “presencia” de las cosas facilite la aparición y experiencia de los hombres. Más allá de las aporías de la historia y el progreso, y por fueran de enmarques reaccionarios del Historicismo y las neo-vanguardias, yace la potencialidad para una contra-historia marginal. Tiene que ver con los intentos de Vico de referir a las lógicas poéticas de las instituciones insistiendo que el conocimiento no es una simple provincia de los hechos objetivos sino la consecuencia de la elaboración subjetiva y colectiva de los mitos arquetípicos, es decir la reunión de las verdades simbólicas subyacentes en la experiencia humana. El mito crítico de las articulaciones tectónicas apunta a ese momento ejercitado desde la continuidad del tiempo.