fachada

El pliegue infinito separa, o pasa entre la materia y el alma, la fachada y la habitación cerrada, el exterior y el interior. Pues la línea de inflexión es una virtualidad que no cesa de diferenciarse: se actualiza en el alma, pero se realiza en la materia, cada cosa en su lado. Ese es el rasgo barroco: un exterior siempre en el exterior, un interior siempre en el interior. Una «receptividad» infinita, una «espontaneidad» infinita: la fachada exterior de recepción y las cámaras interiores de acción. La arquitectura barroca hasta nuestros días no cesará de confrontar dos principios, un principio sustentador y un principio de revestimiento (unas veces Gropius y otras Los). La conciliación de ambos no será directa, sino necesariamente armónica, inspirando una nueva armonía: lo mismo expresado, la línea, se expresa en la elevación del canto interior del alma, por memoria o de memoria, y en la fabricación extrínseca de la partitura material, de causa en causa. Pero precisamente lo expresado no existe fuera de sus expresiones.

Nos preocupa más el «flujo» que la «medida». La idea general que alimenta este requisito es el concepto de clúster. El clúster es un tejido estrecho, complejo, un agrupamiento a menudo móvil, pero un agrupamiento que posee una estructura peculiar. Esta es quizás la descripción más ajustada que pueda darse de este nuevo ideal para la arquitectura y el planeamiento urbano. De acuerdo con esta descripción, el problema de construir las tres casas en una calle existente se resuelve encontrando el modo en que (aún respondiendo a la idea de la calle) se rompa con la vieja fachada y se construya en profundidad, proporcionando una sugerencia, un signo, de la nueva estructura comunitaria.

Hoy la tectónica sigue siendo para nosotros un medio potencial para poner en relación los materiales, la obra y la gravedad, a fin de producir un compuesto que, de hecho, es una condensación de toda la estructura. Aquí podemos hablar de la presentación de una poética estructural más que de la representación de una fachada.

Esta próxima generación se moverá para abandonar la práctica, aún vigente entre los diseñadores, de la evasión y el engaño con respecto a los hechos materiales. Del arquitecto que propone colocar una columna de mampostería en la fachada de un edificio de acero de tal manera que sugiera que está sirviendo de soporte -cuando, de hecho, el soporte es proporcionado por el acero, y la columna no soporta nada-, dirán: «Esta es una mentira; como si dijera que apoya alguna causa cuando, en realidad, es un farsante.» La costumbre de emplear formas que ya no sirven a las funciones, el ambiente que concibe que la belleza estructural puede existir sin verdad, será visto como decadente; así como descartarán, por sentimentalista, la noción de que la belleza arquitectónica fue entregada definitivamente a los constructores de la antigüedad. El empleo de construcción moderna como soporte de lo que son poco más que escenarios clásicos o medievales, será visto, en las mejores circunstancias, como un arte teatral menor, pero ya no como Arquitectura.

Yo enfrento la ciudad con mi cuerpo; mis piernas miden la longitud de los soportales y la anchura de la plaza; mi mirada proyecta inconscientemente mi cuerpo sobre la fachada de la catedral, donde deambula por las molduras y los contornos, sintiendo el tamaño de los entrantes y salientes; el peso de mi cuerpo se encuentra con la masa de la puerta de la catedral y mi mano agana el tirador de la puerta al entrar en el oscuro vacío que hay detrás. Me siento a mí mismo en la ciudad y la ciudad existe a través de mi experiencia encarnada. La ciud2.d y mi cuerpo se complementan y se definen uno al otro. Habito en la ciudad y la ciudad habita en mí.

Lo que llamó formalismo verdadero se refiere a cualquier método que diagrame la proliferación de resonancias fundamentales y demuestre como éstas se acumulan en figuras de orden y forma. La misma idea de que la forma de una fachada, la planta de una casa de campo o el trazado de un determinado tejido urbano pueda incorporar una lógica resonante y transmisible de control interno -una lógica capaz de distanciarse inmediatamente de su sustrato material y mantenerse intención comunicativa- fue en su momento una afirmación muy beligerante. El momento de su rigurosa demostración fue uno de los hitos, no sólo de la estética moderna, sino también de la ciencia y la filosofía modernas.