memoria

Partes enteras de la ciudad presentan signos concretos de su modo de vivir, una forma propia y una memoria propia. Se han individualizado a través de la profundización de estas características por las indagaciones de tipo morfológico y por las posibles investigaciones de tipo histórico y lingüístico. En este sentido el problema empieza en el concepto de locus y de dimensión.

Al diseñar, además de la información habitual, podemos, por asociación, intentar desenterrar de nuestra memoria tantas imágenes como sea posible desde situaciones relacionadas con nuestro problema, y reunirlas entorno a nosotros. Cuanto más lejos se separen las imágenes en el tiempo y en el espacio, y cuanto más características sean para la situación en cuestión, más profunda será nuestra colección de imágenes. Al referir cada una de ellas fundamentalmente a sus ingredientes inmutables, intentamos descubrir lo que las imágenes tienen en común, y encontrar así la «sección transversal de la colección», el elemento inmutable e indomable de todos los ejemplos, que en su pluralidad puede ser un evocador punto de partida de la forma. Cuanto más rica sea nuestra colección de imágenes, más precisos podremos ser al indicar la solución más plural y evocadora, y nuestra solución llegará a ser más objetiva, en el sentido de que retendrá un significado para, y será dado un significado por, una mayor variedad de personas.

La visión artística consiste, pues, en una intensa aprehensión de las sensaciones de forma, frente al mero conocimiento de la forma real como adición de percepciones aisladas, como si sólo tuvieran sentido para la consideración científica. El sentido de una representación se encuentra en la retención de ciertos valores de impresión frente a la impresión directa y a la mera imagen de memoria de la percepción.

La unicidad de nuestra cultura, que es producto de la evolución histórica, debe reconciliarse con el hecho palpable de que opera dentro de un contexto histórico y contiene dentro de sí misma su propia memoria histórica.

De todo ello surgió esta idea de ciudad en la que los monumentos representan los puntos fijos de la creación humana, los signos tangibles de la acción de la razón y de la memoria colectiva; en la que la residencia se convierte en el problema concreto de la vida del hombre que poco a poco va organizando y mejorando el espacio en que habita, según sus viejas necesidades; y de esta manera, la estructura urbana, según las leyes de la dinámica de la ciudad, se va disponiendo en modos diversos, aunque siempre con los mismos elementos fijos: la casa, los elementos primarios, los monumentos. Estas diversificaciones dentro de la ciudad no comprenden las funciones; se trata de hechos urbanos de naturaleza distinta, que tienen una vida distinta y que están concebidos de una manera también distinta.

El pliegue infinito separa, o pasa entre la materia y el alma, la fachada y la habitación cerrada, el exterior y el interior. Pues la línea de inflexión es una virtualidad que no cesa de diferenciarse: se actualiza en el alma, pero se realiza en la materia, cada cosa en su lado. Ese es el rasgo barroco: un exterior siempre en el exterior, un interior siempre en el interior. Una «receptividad» infinita, una «espontaneidad» infinita: la fachada exterior de recepción y las cámaras interiores de acción. La arquitectura barroca hasta nuestros días no cesará de confrontar dos principios, un principio sustentador y un principio de revestimiento (unas veces Gropius y otras Los). La conciliación de ambos no será directa, sino necesariamente armónica, inspirando una nueva armonía: lo mismo expresado, la línea, se expresa en la elevación del canto interior del alma, por memoria o de memoria, y en la fabricación extrínseca de la partitura material, de causa en causa. Pero precisamente lo expresado no existe fuera de sus expresiones.

En vez de memorias específicas, las asociaciones que moviliza la Ciudad Genérica son memorias generales, memorias de memorias: si no todas las memorias al mismo tiempo, al menos una memoria abstracta, tocada, un interminable déjà vu, memoria genérica.

El trabajador manual no podía preocuparse mucho de libros. El arquitecto lo sacaba todo de los libros. Una enorme literatura lo proveía con todo lo digno de saberse. Uno no puede imaginarse cuánto veneno le dio a nuestra cultura urbana toda esa cantidad de hábiles publicaciones editoriales, cómo impidió cualquier reflexión propia. Daba lo mismo si el arquitecto había aprendido las formas de manera que las pudiese copiar de memoria o si debía tener delante suyo el modelo, durante su «creación artística». El efecto era siempre el mismo.

El espacio como práctica de los lugares y no del lugar procede en efecto de un doble desplazamiento: del viajero, seguramente, pero también, paralelamente, de paisajes de los cuales él no aprecia nunca sino vistas parciales, «instantáneas», sumadas y mezcladas en su memoria y, literalmente, recompuestas en el relato que hace de ellas o en el encadenamiento de las diapositivas que, a la vuelta, comenta obligatoriamente en su entorno.

Vitruvio inventa el principio de la transposición, pero su aplicación a la tectónica en la piedra como una transposición de la madera es sólo un paso dentro de la tabla general de Semper. La arquitectura emerge en el paso de una tecnología a otra. Por lo tanto los textiles serían hoy el procedimiento abstracto emergente en el proceso de transposición que nos llevará de las telas primitivas a las técnicas de modulación contemporáneas, mientras emulamos continuamente acabados de mosaico, paneles de madera y metal repujado. Las artes técnicas son una memoria que se encoge en oposición a una engramme.