urbanos

La ciudad está constituida por partes; cada una de estas partes está caracterizada; posee, además, elementos primarios alrededor de los cuales se agregan edificios. Los monumentos son, pues, puntos fijos de la dinámica urbana; son más fuertes que las leyes económicas, mientras que los elementos primarios no lo son en forma inmediata. Ahora, ser monumentos es en parte su destino; no sé hasta qué punto este destino es previsible. En otros términos: por lo que atañe a la constitución de la ciudad es posible proceder por hechos urbanos definidos, por elementos primarios, y esto tiene relación con la arquitectura y con la política; algunos de estos elementos se elevarán al valor de monumentos sea por su valor intrínseco, sea por una particular situación histórica, y esto se relaciona precisamente con la historia y la vida de la ciudad.

Pero la arquitectura es necesariamente compleja y contradictoria por el hecho de incluir los tradicionales elementos vitrubianos de comodidad, solidez y belleza. Y hoy las necesidades de programa, estructura, equipo mecánico y expresión, incluso en edificios aislados en contextos simples, son diferentes y conflictivas de una manera antes inimaginable. La dimensión y escala creciente de la arquitectura en los planeamientos urbanos y regionales aumentan las dificultades. Doy la bienvenida a los problemas y exploto las incertidumbres. Al aceptar la contradicción y la complejidad, defiendo tanto la vitalidad como la validez.

La arquitectura se encuentra ante un código alterado. Las innovaciones constructivas son tales, que los viejos estilos, de los cuales padecemos la obsesión, no pueden ocultarlas; los materiales empleados actualmente están más allá del alcance de los decoradores. Hay una novedad en los ritmos, en las formas, proporcionada por los procedimientos de construcción, una novedad tal en las disposiciones y los nuevos, programas industriales, locativos o urbanos, que nos obliga a entender las leyes verdaderas y profundas de la arquitectura, el ritmo y la proporción. Los estilos no existen ya, los estilos están fuera de nosotros; si nos acosan aún, lo hacen como los parásitos. Si uno se coloca de cara al pasado, constata que la vieja codificación de la arquitectura, recargada de artículos y de reglamentos durante cuarenta siglos, deja de interesarnos y ya no nos concierne. Ha habido una revisión de valores, ha habido una revolución en el concepto de la arquitectura.

¿Es posible afirmar que las catedrales y las iglesias esparcidas por el mundo y San Pedro no constituyen la universidad de la Iglesia católica? No me refiero al carácter monumental de estas arquitecturas ni a su valor estilístico: me refiero a su presencia, a su construcción, a su historia. En otros términos, a la naturaleza de los hechos urbanos. Los hechos urbanos tienen vida propia, destino propio.

Cattaneo ha escrito sobre la naturaleza como patria artificial que contiene toda la experiencia de la humanidad. Nos podemos permitir entonces afirmar que la cualidad de los hechos urbanos surge de las investigaciones positivas, de la concreción de lo real; la cualidad de la arquitectura -la création humaine- es el sentido de la ciudad.

Igualmente, la observación de que los conceptos de centro y periferia nacen cuando en el siglo XIII el poder burgués se organiza y se expresa en funciones comerciales; sobre todo, no permite equiparar automáticamente aquellas ideas de centro y periferia con las actuales, aparte de la dificultad que tenemos hoy en día para precisar en concreto sus efectos sobre una posible diferenciación tipológica. En aquella época las diferencias se dan de hecho dentro de una unidad política y física que se identifica con la forma de la ciudad -para la cual, quizá, podríamos hablar de lugares más o menos centrales-, sin ser una antítesis, contradicción física de contradicciones sociales. Entre el centro y la periferia medievales no se dan, en efecto, sectores urbanos inexistentes, es decir, sin participación en el conjunto por estar segregados del diseño organizador del conjunto mismo. Hoy, sin embargo, las relaciones entre un centro y una periferia no se dan sólo, o en buena medida, entre las dos partes, sino que el primero mantiene relaciones orientadas en múltiples direcciones (regionales, nacionales, internacionales) y la segunda carece a menudo completamente de ellas.

El carácter de los centros urbanos está por ende destinado a influir en forma significativa en las condiciones generales de toda la nación.

Si nos interrogamos qué es lo que estructura el espacio, podemos responder que la comunicación. Aunque se pueda considerar la comunicación como una movilidad efectiva cuando las cosas y las personas se encuentran en una corriente, se puede hablar igualmente de comunicación visual en los casos donde nada se mueve efectivamente. El proceso de conferir una forma a las actividades y a las corrientes creadas por la comunicación en el interior de los espacios, corresponde a nuestra intención de estructurar los espacios arquitectónicos y urbanos. Aunque hasta el presente hemos designado de un modo abstracto, bajo el nombre de espacios, todo lugar en el que se vive o se trabaja, no podemos imponer un espacio a partir de una sola trama estática semejante. El factor determinante debe ser la movilidad y la oleada de personas y de cosas, así como una comunicación visual.

Y aunque siempre hubo en la ciudad, sobre todo si era de cierta amplitud, partes «incompletas» que no participaron en su ordenamiento arquitectónico general…, en el siglo XVIII constatamos en los casos de conservación morfológica de la planta general, el «remate» de la ciudad precedente en cuanto forma acabada de un largo proceso de características relativamente homogéneas –forma que vemos hoy aún como centro antiguo-. Debemos advertir, sin embargo, que este proceso es reseñable sobre todo allí donde en el Barroco no se dio una transformación de la planta urbana que, al volver a iniciar todo el proceso morfológico, transforma completamente las relaciones entre el tipo y la forma y rompe el método de sustituciones parciales o de puntos de referencia, reencontrando en otra dimensión una unidad de los fenómenos urbanos.

Si, efectivamente, se puede admitir clasificar los edificios y las ciudades según su función, como generalización de algunos criterios de evidencia, es inconcebible reducir la estructura de los hechos urbanos a un problema de organización de algunas funciones más o menos importantes; desde luego, esta grave distorsión es lo que ha obstaculizado y obstaculiza en gran parte un progreso real en los estudios de la ciudad. Si los hechos urbanos son un mero problema de organización, no pueden presentar ni continuidad ni individualidad, los monumentos y la arquitectura no tienen razón de ser, no «nos dicen nada». Posiciones de ese tipo asumen un claro carácter ideológico cuando pretenden objetivar y cuantificar los hechos urbanos; éstos, vistos de modo utilitario, son tomados como productos de consumo.

De todo ello surgió esta idea de ciudad en la que los monumentos representan los puntos fijos de la creación humana, los signos tangibles de la acción de la razón y de la memoria colectiva; en la que la residencia se convierte en el problema concreto de la vida del hombre que poco a poco va organizando y mejorando el espacio en que habita, según sus viejas necesidades; y de esta manera, la estructura urbana, según las leyes de la dinámica de la ciudad, se va disponiendo en modos diversos, aunque siempre con los mismos elementos fijos: la casa, los elementos primarios, los monumentos. Estas diversificaciones dentro de la ciudad no comprenden las funciones; se trata de hechos urbanos de naturaleza distinta, que tienen una vida distinta y que están concebidos de una manera también distinta.