continuidad

Si la noción de acontecimiento permite aproximarnos a una de las características de lo que hemos decidido llamar arquitectura débil no menos definitiva sería la noción deleuziana de pliegue… La noción de pliegue resulta para la arquitectura actual enormemente esclarecedora: La realidad aparece como un continuo en el cual el tiempo del sujeto y el tiempo de los objetos exteriores están circulando en una misma cinta sin fin y donde el encuentro entre lo objetivo y lo subjetivo sólo se produce cuando esa realidad continua se pliega en un desajuste de su propia continuidad.

El hogar no es un simple objeto o un edificio, sino un estado difuso y complejo que integra recuerdos e imágenes, deseos y miedos, pasado y presente. El hogar es también un espacio de rituales, de ritmos personales y de rutinas del día a día. El hogar no puede producirse de una sola vez. Tiene una dimensión temporal y una continuidad, y es un producto gradual de la adaptación al mundo de la familia y del individuo.

La ciudad espacial es un continuo discontinuo; discontinuo por la oposición entre el todo y la parte, continuo por las posibilidades permanentes de transformación.

La arquitectura conoce dos posibilidades fundamentales de configuración del espacio: el cuerpo cerrado, aislado en su espacio interior, y el cuerpo abierto, que circunda un sector del espacio unido al continuo ilimitado. La extensión del espacio puede hacerse visible mediante cuerpos colocados abiertamente o bien alineados, tales como forjados o pilares.

Muchos de los elementos que han adquirido formas de arquitectura aceptadas por los estadounidenses pueden identificarse como rasgos regionales. El pasado y el presente que cumplen las mismas condiciones pueden utilizar el mismo medio para satisfacer una necesidad común. La necesidad regional es, en cada caso, la madre de la invención y la razón de su continuidad.

Si uno se interroga sobre cuál podría ser las bases de la experiencia arquitectónica, deberíamos remitirnos a la forma estructural y constructiva. Mi énfasis en estos valores tiene que ver con mi interés de evaluar la arquitectura del siglo XX en términos de continuidad e inflexión, más que de originalidad como un fin en sí mismo.

La diferencia entre la expresión artística antigua y la nueva reside precisamente en que, la primera, era el resultado de ver una parte en el todo, mientras que la segunda, es el resultado de ver el todo en una parte. Por supuesto que estoy «todo» no lo tenemos que entender «materialmente», ni según las incontables apariencias externas, ni concretamente, sino abstractamente, según la única ley que domina estas apariencias externas: la ley de la armonía infinita, gracias a la continua superación del uno por lo otro.

Si, efectivamente, se puede admitir clasificar los edificios y las ciudades según su función, como generalización de algunos criterios de evidencia, es inconcebible reducir la estructura de los hechos urbanos a un problema de organización de algunas funciones más o menos importantes; desde luego, esta grave distorsión es lo que ha obstaculizado y obstaculiza en gran parte un progreso real en los estudios de la ciudad. Si los hechos urbanos son un mero problema de organización, no pueden presentar ni continuidad ni individualidad, los monumentos y la arquitectura no tienen razón de ser, no «nos dicen nada». Posiciones de ese tipo asumen un claro carácter ideológico cuando pretenden objetivar y cuantificar los hechos urbanos; éstos, vistos de modo utilitario, son tomados como productos de consumo.

Como afirma Sigfried Giedion en El presente eterno (1962), entre los impulsos más profundos de la cultura de la primera mitad del siglo ha estado el deseo transvanguardista de retornar a la atemporalidad del pasado prehistórico, para recuperar esta dimensión de un presente eterno por fuera de las pesadillas de la historia y las compulsiones del progreso instrumental. Este deseo se insinúa como base desde donde resistir la mercantilización de la cultura. Dentro de la arquitectura, la tectónica aparece como una categoría mítica a través de la cual ingresar a un mundo donde la “presencia” de las cosas facilite la aparición y experiencia de los hombres. Más allá de las aporías de la historia y el progreso, y por fueran de enmarques reaccionarios del Historicismo y las neo-vanguardias, yace la potencialidad para una contra-historia marginal. Tiene que ver con los intentos de Vico de referir a las lógicas poéticas de las instituciones insistiendo que el conocimiento no es una simple provincia de los hechos objetivos sino la consecuencia de la elaboración subjetiva y colectiva de los mitos arquetípicos, es decir la reunión de las verdades simbólicas subyacentes en la experiencia humana. El mito crítico de las articulaciones tectónicas apunta a ese momento ejercitado desde la continuidad del tiempo.

La forma… es una acción de ordenamiento, el desarrollo de una lógica, mientras que el objeto es simplemente una imagen seccionada de la primera, una variación manifiesta sobre un tema siempre esquivo. La forma del objeto (una forma de expresión) y la forma del tema (la forma del contenido) establecen, en realidad, una resonancia dinámica continua, y cuando se entienden conjuntamente por medio del análisis formalista se abren un campo ilimitado de comunicación y transmisión.

Una consecuencia del funcionalismo y del mutualismo es el énfasis en la forma (más que en la constitución material) de los edificios; los materiales y los métodos adquieren relevancia bastante más tarde en el proceso de proyecto. Otra consecuencia es que se requiere que los arquitectos diseñen entidades dinámicas más que estáticas. Claramente, la parte humana del sistema es dinámica, pero también es cierto (aunque menos evidente) que la parte estructural debe representarse como un regulador continuo de sus habitantes humanos.

Como primera cosa, el diseñador debe proporcionar un nuevo nivel de vida avanzado para todos los pueblos del mundo. Debe progresivamente dar vivienda a los dos billones y un cuarto de personas en establecimientos de control físico avanzado. Estas viviendas servidas mecánicamente han de ser una continuidad de techos, fijos y movibles, suficientes para permitir las crecientes interacciones humanas convergentes y divergentes, tanto si están en tránsito como si son residentes, trabajan, juegan o se desarrollan, interconectando cada central del mundo y penetrando las viviendas autónomas del nivel más avanzado, hasta en la geografía más remota. La logística de esta gran fase de industrialización debe recoger la riqueza de la energía cósmica, dentro del inventario de los 92 elementos químicos a magnitudes no sólo jamás soñadas, sino que, mucho más importante, a magnitudes adecuadas para las necesidades avanzadas de la humanidad. Queda implícita la emancipación de los hombres de cualquier deuda que no sea con el intelecto.

El uso de una malla regular de arterias como soporte simple y flexible de una estructura urbana, de modo que resulte compatible con su cambio continuo, consigue el objetivo que la cultura europea no había logrado alcanzar. La absoluta libertad concedida al elemento arquitectónico aislado queda emplazada aquí, exactamente, en un contexto no condicionado formalmente por él. La ciudad americana articula al máximo los elementos secundarios que la configuran, manteniendo rígidas las leyes que, como conjunto, la rigen.

Se ha extendido que la identidad deriva de la sustancia física, de lo histórico, del contexto, de lo real, no podemos imaginar que algo contemporáneo-hecho por nosotros-contribuya a ello. Pero el hecho es que el exponencial crecimiento humano implica que el pasado, en algún momento, se quedará demasiado pequeño para ser habitado y compartido por los que lo viven. Nosotros mismos lo estamos extenuando. Por extensión la historia encuentra su depósito en la arquitectura, las actuales cifras de población inevitablemente explosionarán y agotarán la sustancia previa. La identidad concebida como esta forma de compartir el pasado es un concepto perdido: no solo hay -en un modelo de continua expansión demográfica- proporcionalmente cada vez menos que compartir, sino que la historia también tiene su lado odioso- y cuanto más abusivo, más insignificante- hasta el punto en que su disminuido reparto se convierte en algo insultante. Este pensamiento se ve exacerbado por el constante incremento de masas de turistas, una avalancha que, en una perpetua búsqueda de «carácter», machaca identidades fantásticas hasta convertirlas en basura sin sentido.

Si vemos dos o más figuras que se sobreponen, y cada una de ellas reclama para sí la parte superpuesta que les es común, nos encontramos ante una contradicción de las dimensiones espaciales. Para resolverla debemos asumir la presencia de una nueva cualidad óptica. Las figuras en cuestión están provistas de transparencia: es decir, pueden interpretarse sin que se produzca una destrucción óptica de ninguna de ellas. Sin embargo la transparencia implica algo más que una mera característica óptica, implica un orden espacial mucho más amplio. La transparencia significa la percepción simultánea de distintas locaciones espaciales. El espacio no sólo se retira sino que fluctúa en una actividad continua. La posición de las figuras transparentes tiene un sentido equívoco puesto que tan pronto vemos las figuras distantes como próximas.

El tiempo es unidimensional. Distinguimos el espacio físico tridimensional de los espacios matemáticos pluridimensionales. Tiempo, en cambio, hay sólo uno, tanto en física como en matemáticas. Conocemos el espacio de fuera de los objetos y viceversa. Dar forma al espacio significa dar forma a los objetos. Los objetos se pueden descomponer en elementos. El tiempo es continuo, no se puede descomponer en elementos. El espacio es divergencia. El tiempo se consecuencia. Debemos ver esto con claridad para entender lo que sigue: Nuestros sentidos tienen cierta capacidad perceptiva. A través de medios técnicos pueden aumentar esta capacidad, pero, por ahora, sólo se trata de una multiplicación sin cambio esencial.

De este modo vemos que, en toda la casa, existe una contradicción de las dimensiones espaciales que Kepes tomaba como características de la transparencia. Hay una continua dialéctica entre hecho e implicación. La realidad del espacio profundo se opone constantemente a la inferencia del espacio superficial y, gracias a la tensión resultante, se nos obliga a efectuar siempre nuevas lecturas. Los cinco estratos de espacio que dividen verticalmente el volumen del edificio y los cuatro que lo seccionan horizontalmente requieren, una u otra vez, nuestra atención y esta reticulación espacial es la que llevará a las continuas fluctuaciones de la interpretación.

Si uno ve dos o más figuras superpuestas parcialmente reclamando cada una de ellas para sí la parte común superpuesta, entonces se encuentra uno entre una contradicción de dimensiones espaciales. Para resolver esta contradicción es necesario suponer la presencia de una nueva cualidad óptica. Las figuras están dotadas de transparencia; es decir, son capaces de interpenetrarse sin que se produzca entre sí una destrucción óptica. No obstante, la transparencia implica algo más que una característica óptica; implica un orden espacial más vasto. La transparencia representa una percepción simultánea de diferentes posiciones espaciales. El espacio no sólo retrocede sino que fluctúa en continua actividad. La posición de las figuras transparentes tiene un significado equívoco puesto que a cada figura se la ve ya como la más próxima, ya como la más alejada.

Desde el siglo xv hasta nuestros días, la arquitectura ha estado bajo la influencia de tres «ficciones» –representación, razón e historia-. A pesar de la aparente sucesión de estilos arquitectónicos, cada uno con su propia etiqueta -Clasicismo, Neoclasicismo, Modernismo, Posmodernismo y así sucesivamente- estas tres ficciones han persistido en una u otra forma durante quinientos años. Cada una de las ficciones tenía un propósito fundamental: el de la representación, dar cuerpo a la idea de significado; el de la razón, codificar la idea de verdad; el de la historia, rescatar la idea de lo atemporal de las garras del continuo cambio. Dada su persistencia será necesario considerar que este período manifiesta una continuidad de pensamiento arquitectónico. A este modo de pensar lo llamaremos clásico.

La historia del arte se presenta como una continua lucha contra la materia. No es lo primordial la herramienta o la técnica, sino el pensamiento creador que quiere ensanchar su área y elevar su capacidad cultural. ¿Por qué no puede valer también para sus comienzos esta relación que recorre toda la historia del arte? Lo que sabemos por sus retos culturales sobre la creación artística de pueblos con un grado civilización semicaníbal, lejos de obligarnos a admitir un origen técnico-material de las artes, y en especial, de las formas ornamentales del estilo geométrico, contradice directamente dicha teoría.