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Se ha extendido que la identidad deriva de la sustancia física, de lo histórico, del contexto, de lo real, no podemos imaginar que algo contemporáneo-hecho por nosotros-contribuya a ello. Pero el hecho es que el exponencial crecimiento humano implica que el pasado, en algún momento, se quedará demasiado pequeño para ser habitado y compartido por los que lo viven. Nosotros mismos lo estamos extenuando. Por extensión la historia encuentra su depósito en la arquitectura, las actuales cifras de población inevitablemente explosionarán y agotarán la sustancia previa. La identidad concebida como esta forma de compartir el pasado es un concepto perdido: no solo hay -en un modelo de continua expansión demográfica- proporcionalmente cada vez menos que compartir, sino que la historia también tiene su lado odioso- y cuanto más abusivo, más insignificante- hasta el punto en que su disminuido reparto se convierte en algo insultante. Este pensamiento se ve exacerbado por el constante incremento de masas de turistas, una avalancha que, en una perpetua búsqueda de «carácter», machaca identidades fantásticas hasta convertirlas en basura sin sentido.

La forma… es una acción de ordenamiento, el desarrollo de una lógica, mientras que el objeto es simplemente una imagen seccionada de la primera, una variación manifiesta sobre un tema siempre esquivo. La forma del objeto (una forma de expresión) y la forma del tema (la forma del contenido) establecen, en realidad, una resonancia dinámica continua, y cuando se entienden conjuntamente por medio del análisis formalista se abren un campo ilimitado de comunicación y transmisión.

Si vemos dos o más figuras que se sobreponen, y cada una de ellas reclama para sí la parte superpuesta que les es común, nos encontramos ante una contradicción de las dimensiones espaciales. Para resolverla debemos asumir la presencia de una nueva cualidad óptica. Las figuras en cuestión están provistas de transparencia: es decir, pueden interpretarse sin que se produzca una destrucción óptica de ninguna de ellas. Sin embargo la transparencia implica algo más que una mera característica óptica, implica un orden espacial mucho más amplio. La transparencia significa la percepción simultánea de distintas locaciones espaciales. El espacio no sólo se retira sino que fluctúa en una actividad continua. La posición de las figuras transparentes tiene un sentido equívoco puesto que tan pronto vemos las figuras distantes como próximas.

La historia del arte se presenta como una continua lucha contra la materia. No es lo primordial la herramienta o la técnica, sino el pensamiento creador que quiere ensanchar su área y elevar su capacidad cultural. ¿Por qué no puede valer también para sus comienzos esta relación que recorre toda la historia del arte? Lo que sabemos por sus retos culturales sobre la creación artística de pueblos con un grado civilización semicaníbal, lejos de obligarnos a admitir un origen técnico-material de las artes, y en especial, de las formas ornamentales del estilo geométrico, contradice directamente dicha teoría.

Si uno ve dos o más figuras superpuestas parcialmente reclamando cada una de ellas para sí la parte común superpuesta, entonces se encuentra uno entre una contradicción de dimensiones espaciales. Para resolver esta contradicción es necesario suponer la presencia de una nueva cualidad óptica. Las figuras están dotadas de transparencia; es decir, son capaces de interpenetrarse sin que se produzca entre sí una destrucción óptica. No obstante, la transparencia implica algo más que una característica óptica; implica un orden espacial más vasto. La transparencia representa una percepción simultánea de diferentes posiciones espaciales. El espacio no sólo retrocede sino que fluctúa en continua actividad. La posición de las figuras transparentes tiene un significado equívoco puesto que a cada figura se la ve ya como la más próxima, ya como la más alejada.

Si la noción de acontecimiento permite aproximarnos a una de las características de lo que hemos decidido llamar arquitectura débil no menos definitiva sería la noción deleuziana de pliegue… La noción de pliegue resulta para la arquitectura actual enormemente esclarecedora: La realidad aparece como un continuo en el cual el tiempo del sujeto y el tiempo de los objetos exteriores están circulando en una misma cinta sin fin y donde el encuentro entre lo objetivo y lo subjetivo sólo se produce cuando esa realidad continua se pliega en un desajuste de su propia continuidad.

La diferencia entre la expresión artística antigua y la nueva reside precisamente en que, la primera, era el resultado de ver una parte en el todo, mientras que la segunda, es el resultado de ver el todo en una parte. Por supuesto que estoy «todo» no lo tenemos que entender «materialmente», ni según las incontables apariencias externas, ni concretamente, sino abstractamente, según la única ley que domina estas apariencias externas: la ley de la armonía infinita, gracias a la continua superación del uno por lo otro.

De este modo vemos que, en toda la casa, existe una contradicción de las dimensiones espaciales que Kepes tomaba como características de la transparencia. Hay una continua dialéctica entre hecho e implicación. La realidad del espacio profundo se opone constantemente a la inferencia del espacio superficial y, gracias a la tensión resultante, se nos obliga a efectuar siempre nuevas lecturas. Los cinco estratos de espacio que dividen verticalmente el volumen del edificio y los cuatro que lo seccionan horizontalmente requieren, una u otra vez, nuestra atención y esta reticulación espacial es la que llevará a las continuas fluctuaciones de la interpretación.