real

Quizás, en efecto, la verdadera radicalidad sea la de la nada. ¿Es el vacío un espacio radical? Me gustaría saberlo ya que se me ha brindado la ocasión, por una vez, de descubrir cómo se puede llenar un espacio, cómo se lo puede organizar teniendo en cuenta algo más que su extensión radical, es decir, vertical u horizontalmente, en una dimensión donde todo sería posible. Ahora bien, es preciso volver real cualquier cosa.

Es sabido que el materialismo histórico reconoce en la base económica el principio director, la ley determinante del desarrollo histórico. En relación con esto, las ideologías -y, entre ellas, la literatura y el arte– aparecen en el ámbito del proceso evolutivo solamente como una superestructura, que lo determina de un modo secundario. Partiendo de esta constatación fundamental, el materialismo vulgar saca la consecuencia mecánica y errónea, distorsionada y aberrante, de que entre la base y la superestructura subsiste un mero nexo causal, en el que el primer término figura solamente como causa, mientras que el segundo aparece sólo como efecto. […] ¿Cuál es la causa de la aversión manifestada ante la teoría marxista de la superestructura incluso por parte de aquellos estudiosos burgueses que se muestran abiertos a nuevos conocimientos y cargados de buena voluntad? En mi opinión hay que buscarla en el hecho de que también estos estudiosos ven en la concepción superestructural de la literatura y el arte un envilecimiento estético y cultural de éstos. Algo absolutamente sin razón. La ideología burguesa cree haber descubierto en la literatura y en el arte la encarnación de la «esencia eterna del hombre»; y así como se dedica a despojar al Estado y al Derecho de la función que a tales entidades corresponde como instrumentos de la lucha de clases, la ideología burguesa trata además de mostrar la cara humanística de la literatura y el arte y de establecer la ubicación que les corresponde en el seno de la unión humana por poner en su lugar al hombre real, comprometido en la lucha y socialmente activo, que históricamente se transforma y llega a ser el fantasma de una «esencia eterna del hombre», la cual nunca ha existido en ninguna parte.

Al principio de cualquier investigación sobre la transparencia, debe dejarse establecida una distinción que es, seguramente, básica. La transparencia puede ser una cualidad inherente a la substancia —como ocurre en una tela metálica o en una pared de vidrio—, o puede ser una cualidad inherente a la organización— como así sugieren Kepes y Moholy, aunque este último en menor medida. Y precisamente por esta razón podemos distinguir entre transparencia literal o real y transparencia fenomenal o aparente.

Pero todas estas justificaciones son marginales; la importancia duradera de la revolución ocurrida en 1907 reside en que dio a la arquitectura occidental el coraje para mirar adelante y no atrás, para cesar de revivir las formas de cualquier pasado, de clase media o de otra clase. Los logros de los revolucionarios pueden no haber estado a la altura de sus promesas, pero la promesa permanece y es real. Se trata de la promesa de libertad no de Liberty o «Neoliberty», la promesa de liberarnos de tener que vestir las ropas desechadas de anteriores culturas, incluso si esas culturas tienen el aire de tempi felici. El deseo de ponerse de nuevo esas ropas viejas equivale, en palabras de Marinetti con las que describe a Ruskin, a ser como un hombre que ha alcanzado su plena madurez física pero desea dormir nuevamente en su cuna y ser amamantado de nuevo por su nodriza decrépita para volver a la despreocupación de su infancia. En tal caso, incluso para los criterios puramente locales de Milán y Turín, el Neoliberty es una regresión infantil.

La impresión de la forma que obtenemos de la apariencia dada y que se encierra en ella como expresión de la forma real, es siempre producto común del objeto, por una parte, y de la iluminación, del entorno y del punto de vista cambiante, por otra. Se opone, por tanto, a la forma real, abstracta e independiente de cambios, como una forma activa.

La construcción es el arte de configurar un todo con sentido a partir de muchas particularidades. Los edificios son testimonios de la capacidad humana de construir cosas concretas. Para mi, el núcleo propio de toda tarea arquitectónica reside en el acto de construir, pues es aquí, cuando se levantan y se ensamblan los materiales concretos, donde la arquitectura pensada se convierte en parte del mundo real.

Definimos el «kata» de la arquitectura metabólica como una unidad de espacio y de funciones de servicio. Si aprendemos a hacer una distinción entre estos dos elementos creo que será fácil construir una unidad nueva que resulte más significativa. El objetivo real de la arquitectura metabólica es explorar nuevos métodos para la obtención de espacios para el hombre. Este proceso de diferenciación nos permitirá definir en forma más clara cuál es la meta de la arquitectura. La arquitectura metabólica se dirigirá indefectiblemente a acumular cada vez más elementos para la obtención de ese espacio para el hombre. El método de reconstrucción periódica a medida que se producen cambios en la función ya no se considera realista, y lo será menos aún en el futuro. Creo que si consideramos el espacio y la función como elementos contrapuestos, conseguiremos que el entorno humano adquiera un orden metabólico en lugar de una belleza estática. De este modo responderá verdaderamente a los requerimientos de una realidad dinámica.

La historia de la arquitectura de todos los tiempos es tanto la historia de los clientes como la de los arquitectos. En muchas épocas, sólo se nos han transmitido los nombres de los clientes, no los de los artistas. Si, por el contrario, otras épocas casi sobreestiman el papel de los artistas, esta evaluación debe ser reconsiderada. Ningún artista puede crear algo realmente vivo sin la resonancia del cliente, de hecho sólo de la armonía común de ambos factores puede nacer una construcción real.

La arquitectura como creadora del espacio está basada en la ordenación sistemática del material de visión espacial y constituye una elaboración creativa de la imagen visual tridimensional para el propio uso y disfrute del hombre. Así como en la música, que opera en el tiempo, predomina el movimiento en sus diversos grados y efectos dinámicos, en la arquitectura, que opera en el espacio, las cualidades dominantes son la constante expansión y el poder sereno de sus proporciones. Pero, ¿en qué sino en poesía del espacio se basa el estimulo de las visiones perspectivas o del desarrollo espacial de un edifico real, produciendo un efecto sereno y liberador en nuestra alma, expandiéndola y elevándola? ¿Acaso el espacio no ejerce parte de su magia con la mera visión de sus planos de arquitectura?

La actividad paranoico-crítica consiste en la invención de pruebas para unas especulaciones indemostrables, y el subsiguiente injerto de estas pruebas en el mundo, de modo que un hecho «falso» ocupe un lugar ilícito entre los hechos «verdaderos». Estos hechos falsos se relacionan con el mundo real como los espías con una sociedad determinada: cuanto más convencional e inadvertida resulte su existencia, mejor pueden dedicarse a la destrucción de esa sociedad.

La visión artística consiste, pues, en una intensa aprehensión de las sensaciones de forma, frente al mero conocimiento de la forma real como adición de percepciones aisladas, como si sólo tuvieran sentido para la consideración científica. El sentido de una representación se encuentra en la retención de ciertos valores de impresión frente a la impresión directa y a la mera imagen de memoria de la percepción.

Si el realismo y el virtuosismo gráfico devienen demasiado grandes en una representación arquitectónica, si esa representación no deja ya ningún «lugar abierto» donde nosotros podamos entrar con nuestra imaginación y que haga surgir en nosotros la curiosidad por la realidad del objeto representado, entonces la propia representación se convierte en el objeto deseado. Palidece el deseo del objeto real, y poco, o nada, apunta hacia lo presuntamente real, lo real que está fuera de la representación. La representación ya no contiene ninguna promesa, se refiere a si misma.

El Eupalino de Valéry evoca de modo ejemplar lo que para nosotros es la alternativa de la vanguardia; la voluntad constructiva de la forma que ordena lógicamente la espontaneidad de la vida. «Avaro de sueños -dice Eupalino-, concibo como si se realizasen y no contemplo ya en el espacio informe de mi alma los edificios imaginarios, que respecto a los de la realidad son como las quimeras y las gorgonas respecto a los verdaderos animales: lo que yo pienso puede hacerse, y lo que yo hago es inteligible». Lo que Eupalino describe es la tautología de la arquitectura, la necesidad de su claridad lógica, de su simplicidad y de su operante racionalidad: la imagen se describe a sí misma. Pero naturalmente una imagen real, construida con materiales reales, para un mundo igualmente real: el lugar de lo posible, hoy. Pero si por una parte se niega la evasión del arte, la estéril abstracción de los ejercicios geométricos o la proyectación «de un solo golpe» de la metrópoli, ¿cuál es el campo operativo que se presenta? ¿Y cómo se pueden abordar de modo realista las instancias de renovación disciplinar?

Cuando la mano del hombre interviene en su entorno real, ordenándolo y dándole forma, esto supone la satisfacción de una necesidad profundamente interna; pero la necesidad de su procedimiento nos viene a la conciencia sólo cuando vemos cómo nace de lo más profundo de nuestro organismo. […] Cualquier creación espacial parte en origen de la envolvente de un sujeto. Por ello se distingue esencialmente la arquitectura como arte humano frente a todas las pretensiones de las artes aplicadas. El creador y el usufructuario son inicialmente el mismo y, por ello, el punto de partida de nuestra explicación genética. […] La creación espacial es en cierto modo una irradiación del hombre contemporáneo, una proyección desde el interior del sujeto, independientemente de si se encuentra en persona allí dentro o se traslada espiritualmente.

La obra de arte es un todo activo y cerrado, que tiene su razón en sí y por sí misma, presentándose como una realidad existente por sí misma frente a la naturaleza. En la obra de arte, la forma real solo existe como realidad activa. La obra de arte, al concebir la naturaleza como una relación de representaciones de movimiento e impresiones parciales, la libera para nosotros del cambio y del azar.

Si, efectivamente, se puede admitir clasificar los edificios y las ciudades según su función, como generalización de algunos criterios de evidencia, es inconcebible reducir la estructura de los hechos urbanos a un problema de organización de algunas funciones más o menos importantes; desde luego, esta grave distorsión es lo que ha obstaculizado y obstaculiza en gran parte un progreso real en los estudios de la ciudad. Si los hechos urbanos son un mero problema de organización, no pueden presentar ni continuidad ni individualidad, los monumentos y la arquitectura no tienen razón de ser, no «nos dicen nada». Posiciones de ese tipo asumen un claro carácter ideológico cuando pretenden objetivar y cuantificar los hechos urbanos; éstos, vistos de modo utilitario, son tomados como productos de consumo.

Las condiciones de campo se mueven de la unidad a la multitud, de los individuos a los colectivos, de los objetos a los campos. Los propios términos cuentan con un doble significado. Los arquitectos no sólo trabajan en su oficina o despacho, sino en el campo: en el emplazamiento, en contraste con la estructura de la arquitectura. Hablar de «condiciones de campo» implica aquí la aceptación de lo real en todo su desorden e incertidumbre. Implica a los arquitectos en una improvisación material que se lleva a cabo en el emplazamiento en tiempo real. Las condiciones de campo consideran las restricciones como una oportunidad. Cuando se trabaja con y no contra el lugar se produce algo nuevo al registrar la complejidad de lo que viene dado.

Las experiencias estéticas son el modelo más sólido, más fuerte de, valga la paradoja, una construcción débil de la verdad de lo real, y por tanto adquieren una posición privilegiada en el sistema de referencias y valores de la cultura contemporánea… Pero debemos recordar que esta experiencia estética contemporánea no es normativa: no se constituye como un sistema desde el cual pueda deducirse la organización de toda la realidad. Por el contrario el universo artístico actual es percibido desde la experiencia puntual, diversificada, con la máxima heterogeneidad y, por tanto, nuestra aproximación a lo estético se produce de una manera débil, fragmentaria y periférica, negando en todo momento la posibilidad de que la misma acabe haciéndose definitivamente una experiencia central.

Anulando el sueño romántico de una incidencia tout court de la acción subjetiva sobre el curso del destino social, revela al pensamiento burgués que el propio concepto de destino es una creación ligada a las nuevas relaciones de producción. Como sublimación de hechos reales la viril aceptación del destino (fundamento de la ética burguesa) puede superar la miseria y el empobrecimiento que este mismo «destino» ha creado a todos los niveles de la vida asociada y, principalmente, en su forma-tipo, la ciudad.

La obra de arte se convierte ante todo en verdadera expresión de nuestra relación con la naturaleza tal y como, conforme a sus leyes, se configura en nuestra representación espacial. La aprehensión que nace dela conciencia de que nuestra relación con la naturaleza y su forma real abstracta sólo mediante ella accede a la apariencia, de que captamos la imagen creada como una relación y un producto activos, esa aprehensión es la artística.

Es necesario que alrededor de la tabla de dibujar y desde las primeras búsquedas, se reúnan tres hombres, es decir, tres formas de espíritu: el uno creador y relacionado con los problemas plásticos, que se puede atribuir al arquitecto; el otro, analítico, preparado para manejar las fórmulas de resistencia de los materiales, el ingeniero; y, en fin, la forma práctica, real, capaz de evaluar las posibilidades de la técnica constructiva y de los factores económicos a ellas ligados, la del constructor.

Es cierto que nunca en el pasado, como en nuestra sociedad, habían circulado tan libremente tantas palabras e imágenes; nunca habíamos dispuesto de medios tan perfectos para reproducirlas y difundirlas. Pero, paradójicamente, se constata que si bien los hombres nunca han sido tan libres, nunca han sido, por otra parte, menos libres para resistir a la seducción de palabras e imágenes. Porque una característica distintiva de nuestra sociedad es precisamente la flagrante contradicción entre la posibilidad formal que se garantiza para todos, y la escasísima posibilidad real para ejercer la propia libertad. Otra característica no menos distintiva y no menos flagrante es la contradicción -que padecemos cotidianamente- entre el refinamiento de las técnicas comunicativas utilizadas y la mediocridad de los productos comunicativos que resultan que ellas. Mediocridad que es intencional, y tiene su origen en el designio de los centros de poder de nuestra sociedad de estereotipar hasta el máximo las estructuras simbólicas, para reducir así al mínimo los riesgos de posibles heterodoxias simbólicas.

Si analizamos la naturaleza de la información formal, que existe en potencia en cualquier contexto específico, veremos en primer lugar que hay una información iconográfica y simbólica que procede primordialmente de fuentes culturales externas a ese entorno. Esa información parece ser el producto de una interpretación cultural de las relaciones formales presentes en el contexto específico, las cuales existen a un nivel real, actual, allí donde un individuo las capta mediante sus sentidos: percepción, oído, tacto, etc. Pero hay otro aspecto de la información que condiciona esta interpretación iconográfica y que parece derivarse de otro nivel de relaciones que existe en un sentido más abstracto; no pueden verse ni oírse, pero pueden conocerse. Por ejemplo, si uno analiza cualquier edificio concreto o cualquier serie de edificios, sin consideraciones de tiempo o lugar, es posible discernir en las configuraciones reales de las formas la presencia de otra estructura subyacente de relaciones que no está necesariamente relacionada con la forma específica de modo perceptible o unívoco.

El deseo de ver establecido un tipo antes de la determinación del estilo es, exactamente, como querer contemplar el efecto antes de la causa. Sería como destruir el embrión del huevo. ¿Alguien quiere de verdad que nos dejemos ofuscar por la posibilidad, tan sólo aparente, de conseguir resultados rápidos? Estos efectos prematuros tienen la gran posibilidad de incapacitar de manera efectiva a las artes y oficios alemanes para ejercer una influencia real en el mundo, puesto que muchos países extranjeros van delante de nosotros en la vieja tradición y la vieja cultura del buen gusto.

Es natural que busquemos una norma del gusto, una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres o, al menos, una decisión que confirme un sentimiento y condene otro. Existe una concepción filosófica que elimina todas las esperanzas de éxito en tal intento y representa la imposibilidad de obtener nunca una norma del gusto. La diferencia, se dice, entre el juicio y el sentimiento es muy grande. Todo sentimiento es correcto, porque el sentimiento no tiene referencia a nada fuera de si, y es siempre real en tanto un hombre sea consciente de él. Sin embargo, no todas las determinaciones del entendimiento son correctas, porque tienen referencia a algo fuera de sí, a saber, una cuestión de hecho, y no siempre se ajustan a ese modelo. Entre un millar de opiniones distintas que puedan mantener diferentes hombres sobre una misma cuestión, hay una, y sólo una, que sea la exacta y verdadera, y la única dificultad reside en averiguarla y determinarla. Por el contrario, un millar de sentimientos diferentes, motivados por el mismo objeto, serán todos ellos correctos, porque ninguno de los sentimientos representa lo que realmente hay en el objeto. Sólo señala una cierta conformidad o relación entre el objeto y los órganos o facultades de la mente. Y si esa conformidad no existiera, de hecho, el sentimiento nunca podría haber existido.

Cada período cultural tiene su propia concepción del espacio, pero es preciso cierto tiempo para que la gente lo entienda así conscientemente. Esto es lo que sucede con nuestra propia concepción espacial. Aun para definirla predomina un titubeo considerable. Esta inseguridad se manifiesta en los términos que empleamos; y éstos a su vez aumentan la confusión general. Lo que sabemos del «espacio» en general poco nos ayuda a captarlo como existencia real.

El final de la utopía y el nacimiento del realismo no son momentos mecánicos del proceso de formación de la ideología del «movimiento moderno». A partir del cuarto decenio del siglo XIX, utopía realista y realismo utópico se superponen y compensan. El declive de la utopía social confirma la rendición de la ideología frente a la política de las cosas realizada por las leyes del beneficio: a la ideología arquitectónica, artística y urbana sobrevive la utopía de la forma como proyecto de recuperación de la Totalidad humana en la Síntesis ideal, como aprehensión del Desorden a través del Orden.

El contraste en el que el objeto se encuentra en su entorno participa en su caracterización. Según se fijan en nosotros las distintas situaciones con la representación del objeto, se fijan también en nuestra representación determinados acentos que caracterizan la forma real. Podemos hablar de un acento excepcional y uno normal, de uno casual y otro típico, en atención a las exigencias del efecto que se hayan fijado en nuestra representación en el cambio. El artista, en virtud de su talento, enriquece nuestra relación con la naturaleza, llevando a la forma real a situaciones que la dotan de un nuevo acento normal. / Cuanto más normales y típicos son los acentos en una obra de arte, ésta posee un significado más objetivo. Pues, en oposición a la mera forma real, se ha ampliado el contenido de lo que nosotros hemos llamado representación de la forma, hasta tal punto que nos imaginamos un complejo de representaciones de movimiento en un papel espacial activo. Y, asimismo, con ese contenido también hemos ampliado las demandas que exigimos a la apariencia en cuanto expresión de la naturaleza espacial y plástica.

El problema que determina más explícitamente nuestra crisis es que el marco conceptual de las ciencias no es compatible con la realidad. La teoría atómica del universo puede ser cierta, pero apenas explica los problemas reales del comportamiento humano. […]. Las consecuencias de todo esto para la teoría arquitectónica son enormes. El contenido poético de la realidad, el a priori del mundo, que es el marco de referencia definitivo para cualquier arquitectura verdaderamente significativa, está oculto bajo una gruesa capa de explicaciones formales. Debido a que el pensamiento positivista ha hecho lo posible para excluir el misterio y la poesía, el hombre contemporáneo vive con la ilusión del poder infinito de la razón. Ha olvidado su fragilidad y su capacidad de asombro, asumiendo generalmente que todos los fenómenos de su mundo, desde el agua o el fuego hasta la percepción o el comportamiento humano, han sido ‘explicados’. Para muchos arquitectos, el mito y la poesía son generalmente considerados sinónimo de sueños y locura, mientras que la realidad se considera equivalente a las teorías científicas prosaicas. […] El arte puede ser hermoso, por supuesto, pero rara vez se entiende como una forma profunda de conocimiento, como una interpretación genuina e intersubjetiva de la realidad. Y la arquitectura, en particular, nunca debe participar del presunto escapismo de las otras bellas artes; tiene que ser, antes que nada, un paradigma de construcción eficiente y económica.

El libro de historia de la arquitectura al lado del tecnígrafo puede convertirse en la imagen real para representar una nueva actitud crítica y una nueva relación con la historia que, para algunos, se convierte además en un angustioso material de proyecto, si no proyecto en sí mismo. La reflexión sobre la historia asume para algunos de los arquitectos más representativos una verdadera y propia unidad de medida; no sólo para valorar las diferencias recíprocas, sino también para calcular todas las distancias heréticas del movimiento moderno.

Se ha extendido que la identidad deriva de la sustancia física, de lo histórico, del contexto, de lo real, no podemos imaginar que algo contemporáneo-hecho por nosotros-contribuya a ello. Pero el hecho es que el exponencial crecimiento humano implica que el pasado, en algún momento, se quedará demasiado pequeño para ser habitado y compartido por los que lo viven. Nosotros mismos lo estamos extenuando. Por extensión la historia encuentra su depósito en la arquitectura, las actuales cifras de población inevitablemente explosionarán y agotarán la sustancia previa. La identidad concebida como esta forma de compartir el pasado es un concepto perdido: no solo hay -en un modelo de continua expansión demográfica- proporcionalmente cada vez menos que compartir, sino que la historia también tiene su lado odioso- y cuanto más abusivo, más insignificante- hasta el punto en que su disminuido reparto se convierte en algo insultante. Este pensamiento se ve exacerbado por el constante incremento de masas de turistas, una avalancha que, en una perpetua búsqueda de «carácter», machaca identidades fantásticas hasta convertirlas en basura sin sentido.

La belleza no es una cualidad de las cosas mismas; existe sólo en la mente que las contempla, y cada mente percibe una belleza diferente. Una persona puede incluso percibir uniformidad donde otros perciben belleza, y cada individuo debería conformarse con sus propios sentimientos sin pretender regular los de otros. Buscar la belleza real 0 la deformidad real es una búsqueda tan infructuosa como pretender encontrar el dulzor o el amargor reales. De acuerdo con la disposición de los órganos, el mismo objeto puede ser a la vez dulce y amargo, y el dicho popular ha establecido con toda razón que es inútil discutir sobre gustos. Es muy natural, e incluso necesario, extender este axioma tanto al gusto de la mente como al del cuerpo, y así se ve que el sentido común, que tan a menudo está en desacuerdo con la filosofía, especialmente con la escéptica, está de acuerdo, al menos en este caso, en emitir la misma decisión.