azar

La obra de arte es un todo activo y cerrado, que tiene su razón en sí y por sí misma, presentándose como una realidad existente por sí misma frente a la naturaleza. En la obra de arte, la forma real solo existe como realidad activa. La obra de arte, al concebir la naturaleza como una relación de representaciones de movimiento e impresiones parciales, la libera para nosotros del cambio y del azar.

Ha puesto el orden a medir. Para medir, ha tomado su paso, su pie, su codo o su dedo. Imponiendo el orden de su pie o de su brazo, ha creado módulo que regla toda la obra, y esta obra está dentro de su escala, de su conveniencia, de sus deseos, de su comodidad, de su medida. Es la escala humana. Armoniza con él, y esto es lo principal. Pero al decidir la forma del recinto, la forma de la choza, la situación del altar y de sus accesorios, ha seguido instintivamente los ángulos rectos , los eje, el cuadrado, el círculo. Porque de otro modo no podía crear algo que diese la impresión de que creaba. Porque los ejes, los círculos, los ángulos rectos, son las verdades de la geometría, son los efectos que nuestros ojos miden y reconocen, de modo que otra cosa sería azar, anomalía, arbitrariedad. La geometría de este lenguaje del hombre.

La temporalidad no se presenta como un sistema, sino como un azaroso instante que, guiado sobre todo por la casualidad, se produce en un lugar y en un momento imprevisible. En ciertas obras de arte contemporáneas, en la danza, en la música o en las instalaciones, la experiencia de lo temporal como acontecimiento dado de una vez y, después, desvanecido por siempre jamás, explican bien una noción de la temporalidad que tiene en el acontecimiento su mejor forma de expresión. Lo temporal conecta con la aceptación de la debilidad de la experiencia artística, no reforzando sus posiciones dominantes, sino aceptando la verdad de su frágil presencia.

Son, por lo tanto, las disposiciones de las formas, su carácter, su conjunto, aquello que constituye el-fondo inagotable de nuestras sensaciones. Es de este principio del que cabe partir cuando, en Arquitectura, se pretende producir sentimientos, cuando se quiere hablar al espíritu, emocionar al alma y no contentarse con colocar piedra sobre piedra e imitar al azar disposiciones y ornamentos convencionales o copiados irreflexivamente. La intención motivada en el conjunto, las proporciones y el buen acuerdo de las distintas partes producen las sensaciones.

De la idea del cambio de estado físico en la ciencia moderna (a saber, sólido-líquido-gaseoso, tanto en una dirección como en la otra) ha surgido una imagen del mundo distinta. Según esta imagen, el cambio, dicho un poco grosso modo, se produce entre dos horizontes. En uno de los dos (el del cero absoluto) absolutamente todo es sólido (material), y en el otro (cuando se alcanza la velocidad de la luz) absolutamente todo es más que gaseoso (es energético). (Aprovechemos para recordar que «gas» y «caos» son la misma palabra.) La oposición «materia-energía» que surge aquí recuerda al espiritismo: podemos transformar materia en energía (fisión) y energía en materia (fusión), y esto es lo que articula la fórmula de Einstein. Por demás, para esta imagen del mundo propia de la ciencia moderna, todo es energía, esto es, una posibilidad de que se produzca una aglomeración azarosa, improbable, de que se forme materia. Semejante imagen del mundo considera la «materia» como islotes temporales de aglomeraciones (de pliegues) en campos energéticos de posibilidades, que se superponen unos sobre otros. Y de ahí proviene ese despropósito, ahora de moda, de hablar de «cultura inmaterial». Lo que se pretende nombrar es una cultura, en la cual se introducen informaciones en el campo electromagnético, y en la cual esas informaciones son transmitidas a través de éste. El despropósito no se reduce al mal uso del concepto inmaterial (en lugar de energético), sino que incluye también una comprensión inadecuada del concepto informar.

Todo juego libre y variado de las sensaciones (que en la base no tienen intención alguna) deleita porque favorece el sentimiento de la salud, tengamos o no en el juicio de razón una satisfacción en el objeto e incluso en el deleite mismo; y ese deleite puede crecer hasta la emoción, aunque en el objeto mismo no tomemos interés alguno, por lo menos ninguno que esté en proporción con el grado de aquél. Podemos dividir esos juegos en juego de azar, juego del sonido y juego del pensamiento. El primero exige un interés, sea de la vanidad, sea de la utilidad propia, pero que no es, ni con mucho, tan grande como el interés en el modo como tratamos de proporcionárnoslo; el segundo exige sólo el cambio de las sensaciones, cada una de las cuales tiene su relación con la emoción, sin tener el grado de una emoción, y excita ideas estéticas; el tercero nace sólo del cambio de representaciones en el Juicio, mediante las cuales no se produce pensamiento alguno que lleve consigo algún interés, pero el espíritu es, sin embargo, vivificado.