autonomía

El estilo es siempre aquella manifestación formal, que —en la medida que sostiene o ayuda a sostener la impresión de la obra de arte— niega su naturaleza y su valor individuales, su significado singular. Gracias al estilo se somete la particularidad de una obra singular a una ley formal general que también es aplicable a otras obras de arte, se la despoja, por decirlo así, de su absoluta autonomía, ya que comparte con otras su naturaleza o una parte de su configuración y con ello hace referencia a una raíz común, que está más allá de la obra individual, en contraste con las obras, que han surgido por entero de si mismas, o sea de la unidad absoluta y misteriosa de su personalidad artística y de su genuina singularidad. Y así como la estilización de la obra contiene el trasunto de una generalidad, de una ley para la contemplación y el sentimiento, que rige más allá de la específica individualidad del artista, lo mismo cabe decir desde el punto de vista del objeto de la obra de arte.

La idea de una comunidad equilibrada y autónoma es tan insostenible teóricamente como costosa desde un punto de vista práctico. El rechazo de una concepción así exige un cambio completo de actitud. El planificador no es ya el reformador social sino un técnico en el terreno de la forma que no podrá seguir contando con centros comunitarios, lavanderías comunitarias, salones comunitarios, etc., para disimular el hecho de que un asentamiento resulta en su globalidad incomprensible. Indudablemente, en la planificación de una nueva situación se deberían calcular desde un principio las dimensiones de la comunidad nueva en términos de población, como hacemos aquí, con el fin de hacer posible la elección de un emplazamiento apropiado y la planificación de los enlaces -carreteras, saneamiento, electricidad, etc.- con los sistemas existentes.

El concepto de disyunción es incompatible con una visión estática, autónoma o estructural de la arquitectura. Pero no es anti-autónomo o anti-estructural; simplemente conlleva operaciones constantes y mecánicas que sistemáticamente producen disociación (Derrida lo llamaría différance) en espacio y tiempo, donde un elemento arquitectónico sólo funciona por colisión con un elemento programático, con el movimiento de los cuerpos, o lo que sea. A su manera, la disyunción viene a ser una herramienta sistemática y teórica para hacer arquitectura.

Lo que por ahora debe quedar claro del somero análisis de las experiencias y anticipaciones de la cultura arquitectónica del XVIII, es la crisis del concepto tradicional de forma; crisis descubierta, precisamente, al tomar conciencia del problema de la ciudad como campo autónomo de experiencias comunicativas. La desarticulación de la forma y la antiorganicidad de las estructuras fueron ya señaladas desde los inicios de la arquitectura de la Ilustración como uno de los puntos cardinales sobre los cuales se articularía el desarrollo del arte contemporáneo. No quedaría sin consecuencias que la intuición de estos nuevos valores formales se considerase ligada, desde un principio, al problema de la nueva ciudad, que se prepara para convertirse en el espacio institucional de la sociedad burguesa moderna.

Hoy tenemos un conflicto entre dos tendencias diferentes. Una afirma que el desarrollo «natural» de la arquitectura depende de la apropiación y el dominio final de la técnica, lo que inevitablemente conduce a la objetivación y la cuantificación: el consumo del espacio de encuentro. La otra tendencia ve a la Arquitectura como una disciplina autónoma y autorreferencial, inventando su propia tradición a través de monumentos mudos. Sin embargo, hay un enfoque que no es tan simple o claro de delinear como el anterior, pero que intenta, sin embargo, tratar con la complejidad poética de la arquitectura en el tiempo. Busca explorar el orden más profundo, no solo en las formas visibles, sino también en las fuentes invisibles y ocultas que nutren la cultura misma, su pensamiento, arte, literatura, sonido y movimiento. Considera la historia y la tradición como un cuerpo cuyos recuerdos y sueños no pueden ser simplemente reconstruidos. Tal enfoque no desea reducir lo visible a un pensamiento, y la arquitectura a un mero constructo. Una orientación como ésta admite en sus métodos y atestigua en sus intenciones la intensidad de la experiencia, su «transparencia opaca», y, por sus expectativas diferidas, cuestiona continuamente sus propios presupuestos.

El estilo romano del Imperio, aquel concepto que encarna la idea de un dominio universal expresado en piedra, no halló favor alguno entre nuestros expertos en arte, aunque contenga, como se ha dicho, la arquitectura cosmopolita del futuro. Resulta difícil resumir su propia esencia en pocas palabras. Representa de una manera decidida la síntesis de ambos momentos de la cultura; esto es, el afán individual y de la disolución de este en la totalidad. Ordena muchos espacios individuales, de diferente tamaño y gradación, según su rango, en torno a un espacio central, siguiendo un principio de coordinación y subordinación, en el que se contiene y apoya mutuamente todo, siendo cada elemento individual necesario para el conjunto. Éste orden no impide además que un elemento se manifieste tanto interior como exteriormente en cuanto tal; es decir, como individuo que posee sus propios y adecuados miembros y elementos de articulación, lo que hace posible en cualquier caso que pueda existir por sí mismo o, al menos, que no revele su necesidad de apoyo o su falta de autonomía.