tecnológico

Aquello que llamamos formas, tanto naturales como artificiales, constituyen únicamente el espacio de intercambio de las fuerzas integradoras y desintegradoras que mutan a baja velocidad. La realidad consiste en estas dos categorías de fuerzas que interactúan constantemente en configuraciones visibles e invisibles. A este intercambio de fuerzas que interactúan lo denomino correalidad, y a la ciencia de las leyes de interrelación, correalismo. El término correalismo expresa la dinámica de una interacción constante entre el hombre y su entorno natural y tecnológico.

¿Por qué el óxido nos asusta tanto mientras que la ruina goza de un carácter tranquilizador? Es muy probable que sea necesario comenzar por responder a esa pregunta antes de intentar luchar con «la fealdad inevitable del universo técnico». La ruina, como hemos dicho, devuelve al hombre a la naturaleza. El óxido, en cambio, lo confina en medio de sus propias producciones, como en una prisión, una prisión tanto más terrible cuanto que es su constructor. ¿Quién, aparte de él, ha construido estas ciudades que prácticamente ya nunca abandona, estas redes que lo mantienen conectado a su televisor o pantalla de ordenador? La perspectiva simple de un destino de confianza revela lo que es inhumano en el trabajo del hombre. El mayor temor sugerido por el paisaje tecnológico contemporáneo es el de la muerte de la humanidad en medio de los signos de su triunfo sobre la naturaleza.

El enigma siempre presente de la condición humana solo es negado por los necios. Y es este misterio el que debe interesar a la arquitectura. Parte de nuestra cohesión humana deviene del inevitable anhelo por capturar la realidad a través de metáforas. Ese es el verdadero conocimiento, ambiguo pero, en última instancia, más relevante que la verdad científica. Y la arquitectura, no importa cuánto resista la idea, no puede renunciar a su origen intuitivo. Si bien la construcción como proceso tecnológico es prosaica – derivada directamente de una ecuación matemática, un diagrama funcional o una regla de combinaciones formales -, la arquitectura es poética: necesariamente un orden abstracto, pero es en sí misma una metáfora que emerge de la visión del mundo y el Ser.

El término herramienta es preferible al término máquina porque nos retrotrae al origen mismo y al propósito de tal máquina: permitir que el hombre alcance mayores niveles de productividad. En ese sentido, todo aquello que el hombre utilice en su lucha por la existencia es una herramienta y, como tal, es parte del entorno tecnológico fabricado por el ser humano; del ropaje al cobijo, de los cañones a la poesía, del teléfono al arte. No hay herramientas aisladas. Cada dispositivo tecnológico es correal: su existencia misma está condicionada por el discurrir de esa pugna humana y, por lo tanto, por la relación con la totalidad de su entorno.

El potencial tecnológico continuamente precede a la obra arquitectónica. La brecha entre los dos es generalmente cubierta por la experimentación sobre el entorno en campos que no se consideran, por lo común, arquitectónicos: invernáculos, fábricas, transportes. Casi cuatro décadas separan los primeros usos industriales del aire acondicionado de su empleo confiable en la categoría arquitectura diseñada por arquitectos famosos. Pero estos largos intervalos implican no sólo experimentación física, sino también mucha especulación y agitación intelectual, en la que se genera un clima de ideas que hace que la eventual aplicación arquitectónica de la tecnología específica llegue a ser aceptada.

Para quien quiera romper con tal concepto tradicional e intente ligar la arquitectura al destino de la ciudad, no queda otro camino más que concebir la ciudad como ámbito específico de la producción tecnológica, y producto tecnológico a su vez, reduciendo la arquitectura a simple momento de la cadena de producción. Así, de algún modo, la profecía piranesiana de la ciudad burguesa como «máquina absurda» se realiza en las metrópolis que, en el siglo XIX, se organizan como estructuras primarias de la economía del capital.

Al observar un «trozo» de arquitectura de la epoca victonana, nos sorprendemos por la exasperación del «objeto» que ahí se nos ofrece, y muy raramente tenemos presente que el eclecticismo y el pluralismo lingüístico representan, para los arquitectos del XIX, la respuesta justa a los múltiples estímulos disgregantes inducidos del nuevo ambiente configurado por el universo de la precisión de la realidad tecnológica. El hecho de que los arquitectos no supieran responder más que con un confuso más o menos a aquel universo de la precisión no nos debe extrañar. En realidad, es la estructura urbana, como caja de registro de los conflictos que son el teatro de esta victoria del progreso tecnológico, la que cambia de dimensión, configurándose como estructura abierta en la que es utópico buscar puntos de equilibrio.