clásica

La Ciudad Genérica es lo que queda detrás de grandes secciones de vida urbana cruzadas con el ciberespacio. Es un lugar de sensaciones distendidas y débiles, pequeñas y lejos de las emociones, discretas y misteriosas como un gran espacio iluminado por una lámpara de mesita de noche. Comparada con la ciudad clásica, la Ciudad Genérica esta sedada, usualmente apreciada desde una percepción sedentaria. En lugar de concentración –presencia simultanea- en la Ciudad Genérica los «momentos» individuales se distancian para crear un trance de experiencias estéticas casi desconocidas: las variaciones de color en la iluminación fluorescente de un edificio de oficinas justo antes del crepúsculo, la sutileza de los blancos ligeramente distintos de un anuncio iluminado de noche.

El futuro arquitecto deberá tener una educación clásica. En efecto, puede ya fijarse la condición que, entre todas las profesiones, el arquitecto exige la más rigurosa instrucción clásica. Pero también, para ajustarse a las necesidades materiales de su tiempo, tiene que ser un hombre moderno. Y no solamente debe conocer con exactitud las necesidades culturales de su tiempo, sino que él mismo tiene que estar en la cúspide de esa cultura. Pues tiene en su poder la capacidad de cambiar la fisonomía de determinadas formas culturales y costumbres, dependiendo de la disposición que le dé a una planta o de la configuración que le otorgue a los objetos de uso. De esa forma nunca dirigirá la cultura hacia abajo, sino hacia arriba.

Pero, ¿no ha sido siempre intención de toda arquitectura desde el despertar de la cultura entre los hombres, más allá de la creación de un simple bloque, tender a la configuración del espacio? La arquitectura es en realidad un arte subordinado a un fin determinado y este fin ha sido siempre, en realidad, el de formar espacios cerrados en cuyo interior el hombre pudiese disfrutar de libertad de movimientos. Pero, según nos enseña la misma definición, la tarea de construir se divide en dos partes complementarias e interdependientes que, precisamente por eso, se hallan recíprocamente en clara situación de contraste: la creación del espacio -cerrado- en cuanto tal y la creación de los límites del espacio. Así, desde un principio se abría a la voluntad artística del hombre la posibilidad de realizar una parte de su tarea a expensas de la otra. Las delimitaciones del espacio podían sobrecargarse hasta tal punto que la obra arquitectónica se transformara en una obra clásica. Por otra parte se podían desplazar los límites del espacio tanto como para suscitar en el espectador el pensamiento de la inconmensurabilidad y de la inmensidad del mismo.

A pesar de ser la arquitectura y la escultura campos enteramente separados, el tratamiento del espacio puede confundirse a menudo fácilmente con el tratamiento del volumen. En otras palabras: para el ojo profano, la escultura puede parecer arquitectura, y una obra de arquitectura puede creerse ampliación de una escultura. Esto último sucedía generalmente con la arquitectura clásica, en la cual predominaba la modulación de masas y cuerpos (volúmenes). Pero la creación espacial de nuestros tiempos ha modificado el concepto de la arquitectura. Una breve explicación bastará para aclarar esta afirmación. Si las paredes laterales de un volumen (es decir, un cuerpo claramente circunscripto) son esparcidas en distintas direcciones, se originan diseños o relaciones espaciales. Este hecho es la mejor guía para juzgar correctamente la arquitectura moderna y pseudomoderna. Esta última sólo ofrece articulación de volumen, comparada con la rica articulación espacial -es decir, las relaciones de planos y losas- de la arquitectura moderna.

Los monumentos arquitectónicos de las épocas y estilos históricos conservados por el esmerado cuidado de los protectores del justificado expansionismo de la vida moderna no pueden ser considerados obras de arquitectura eterna. No hay «ciudades eternas»: tan sólo hay ruinas (Roma) o maquetas (Nuremberg). Los monumentos arquitectónicos, obras eternas, tan sólo están citados como cumbres de la cultura de la creación arquitectónica y no son más que formas muertas. Únicamente una mirada superficial, la asi denominada puramente estética, de un historiador que contempla las construcciones como si fueran cuadros puede deducir de ellas las eternas reglas de la belleza. En la cultura clásica encontramos fachadas generalmente reconocidas como «bellas», ya que el gusto y la percepción estética va cambiando más lentamente que los requisitos prácticos, sin embargo sus plantas fueron insuficientes incluso para los habitantes de su época. Palladio, Brunelleschi, Bramante no pueden ser ejemplos, ya que de sus construcciones podemos tomar en cuenta hoy en dia solamente sus fachadas. «Un juicio puramente estético» sobre la arquitectura, sin valorar las condiciones y la utilidad de una obra de construcción para el hombre contemporáneo es solamente superficial e insustancial.

El hecho de que la historia no pueda considerarse como determinada y teleológica en ningún sentido ordinario, deja abierta a la cuestión la historicidad de toda producción cultural, por una parte, ya la naturaleza cumulativa y normativa de los valores culturales, por otra. Difícilmente cabe esperar volver a una interpretación clásica de la historia en la que una ley natural universal sea la a prioridad fija con la que medimos todos los fenómenos culturales. […] Hoy, nuestro conocimiento del pasado ha aumentado considerablemente, pero es un campo de especialistas y es igual y opuesto a la ampliamente extendida ignorancia y vaguedad existentes en torno a la historia en nuestra cultura. Cuanto más objetivo se vuelve nuestro conocimiento del pasado, menos se puede aplicar el pasado a nuestro tiempo. El uso del pasado para suministrar modelos para el presente depende de la distorsión ideológica del primero; y todo el esfuerzo de la historiografía moderna va encaminado a eliminar estas distorsiones. En este sentido, la historiografía moderna es el descendiente directo del historicismo. Y, como tal, está consagrada a una visión relativista del pasado y se resiste al uso de la historia para la obtención de modelos directos.

La competencia del lector (de arquitectura) se puede definir como la capacidad para distinguir el sentido del conocimiento del sentido de la creencia. En cualquier momento dado, las condiciones para el «conocimiento» son «más profundas» que las condiciones filosóficas; proporcionan la posibilidad de distinguir la filosofía de la literatura, la ciencia de la magia, y la religión del mito. La nueva competencia procede de la capacidad de leer per se, de saber cómo leer, y, principalmente de saber leer y no necesariamente de codificar arquitectura como un texto. Así, el nuevo «objeto» ha de tener la capacidad, en primer lugar, de reconocerse a sí mismo como un texto; es decir como un acto de lectura. Lo que caracteriza la diferencia entre la ficción arquitectónica que proponemos aquí y la ficción clásica es su condición de texto y la manera en que se lee: ya no se presupone que el nuevo lector haya de conocer la naturaleza de la verdad en el objeto, tanto si ésta es la representación de un origen racional, como si es la manifestación de un conjunto de reglas universales que rigen la proporción, la armonía y el orden. Saber decodificar ya no tiene importancia; simplemente el lenguaje no es un código al que asignar significados (que esto significa esto). El placer reside en reconocer algo como lenguaje (esto es).

La tercera ficción de la arquitectura clásica es la historia. Hasta mediados del siglo XV, el tiempo se concebía de un modo no-dialéctico. Desde la Antigüedad hasta la Edad Media no se tenía conciencia del movimiento progresivo del tiempo. El arte no buscaba su justificación en relación con el pasado o el futuro; era inefable y atemporal. De este modo, en la Antigua Grecia, el templo y el dios eran uno y el mismo; la arquitectura era divina y natural. Por ello fue considerada como «clásica» por la época «clásica» que vino después. Lo clásico no podía ser representado o simulado, tan sólo podía ser. En su descarada afirmación de sí misma era no-dialéctica y atemporal.