gusto
Los monumentos arquitectónicos de las épocas y estilos históricos conservados por el esmerado cuidado de los protectores del justificado expansionismo de la vida moderna no pueden ser considerados obras de arquitectura eterna. No hay «ciudades eternas»: tan sólo hay ruinas (Roma) o maquetas (Nuremberg). Los monumentos arquitectónicos, obras eternas, tan sólo están citados como cumbres de la cultura de la creación arquitectónica y no son más que formas muertas. Únicamente una mirada superficial, la asi denominada puramente estética, de un historiador que contempla las construcciones como si fueran cuadros puede deducir de ellas las eternas reglas de la belleza. En la cultura clásica encontramos fachadas generalmente reconocidas como «bellas», ya que el gusto y la percepción estética va cambiando más lentamente que los requisitos prácticos, sin embargo sus plantas fueron insuficientes incluso para los habitantes de su época. Palladio, Brunelleschi, Bramante no pueden ser ejemplos, ya que de sus construcciones podemos tomar en cuenta hoy en dia solamente sus fachadas. «Un juicio puramente estético» sobre la arquitectura, sin valorar las condiciones y la utilidad de una obra de construcción para el hombre contemporáneo es solamente superficial e insustancial.
El deseo de ver establecido un tipo antes de la determinación del estilo es, exactamente, como querer contemplar el efecto antes de la causa. Sería como destruir el embrión del huevo. ¿Alguien quiere de verdad que nos dejemos ofuscar por la posibilidad, tan sólo aparente, de conseguir resultados rápidos? Estos efectos prematuros tienen la gran posibilidad de incapacitar de manera efectiva a las artes y oficios alemanes para ejercer una influencia real en el mundo, puesto que muchos países extranjeros van delante de nosotros en la vieja tradición y la vieja cultura del buen gusto.
Si la sociedad se basa en necesidades mutuas que imponen un sostén recíproco, ¿por qué no habrían de reunirse en las casas particulares estas analogías de sentimientos y gustos que honran al hombre ?… El carácter de los monumentos, como también su naturaleza, sirven para la propagación y la depuración de las costumbres .
Es necesario, en primer lugar, analizar brevemente la expresión del impulso de construcción desde lo que puede llamarse el punto de vista psicológico. En términos generales, no hay cinco órdenes de arquitectura, ni cincuenta, sino solo dos: Arreglado y Orgánico. Estos corresponden a los dos términos de esa «dualidad inevitable» que divide la vida. […] La arquitectura arreglada es razonada y artificial, producida por el talento, gobernada por el gusto. La arquitectura orgánica, en cambio, es producto de alguna oscura necesidad interna, subconsciente, de autoexpresión. Es como si la Naturaleza misma, a través de algún órgano humano de su actividad, se hubiera dirigido al servicio de los hijos e hijas de los hombres.
Donde existe únicamente un estilo, cada expresión individual brota orgánicamente de él, ésta no tiene que buscarse primero su raíz, lo general y lo personal coinciden sin conflictos en su actividad . Lo que envidiamos en la antigua Grecia y en algunas épocas de la Edad Media es su unicidad; su falta de problemática se basa en no cuestionar la base general de la vida, o sea, el estilo que conformaba su relación con cada producción de una forma más sencilla y menos contradictoria de lo que es hoy para nosotros, que disponemos en todas las áreas de un gran número de estilos, con lo que la actividad individual, el comportamiento, el gusto se encuentra, por decirlo así, en una relación opcional con el fundamento amplio, con la ley general, pero al mismo tiempo la necesita.
Tras haberse sacudido el yugo legítimo de un estilo en armonía con su siglo y su religión, los italianos no se mostraron dispuestos durante mucho tiempo a sufrir las ataduras de un sistema que pertenecía a una época, a un culto y a un estado político completamente diversos del suyo, con el que nada tenían en común y que habían adoptado sin interés y sin motivos. En todas las artes, en pintura, en poesía, en literatura, en escultura e incluso en música los italianos habían manifestado siempre una pasión singular por el rebuscamiento y los concetti. No podían negarse a sí mismos el trasladar esta inclinación a la arquitectura, el arte más inflexible. Aquella moderación exquisita, aquella simplicidad tan racional de lo antiguo que no comprendían, la consideraron una falta de osadía y de energía; pensaron que el menosprecio de toda regla era prueba de independencia, y la extravagancia, demostración de genio. Un Fontana, un Bernini, un Borromini con sus columnas en espiral; con sus arquitrabes retorcidos, con sus frontones rotos y torturados de cualquier manera, con su arquitectura perspectivista y sus órdenes destinados primitivamente a templos amplios y de poca altura, que ellos amontonaban una sobre otro en las iglesias estrechas y elevadas, en fin, con todo su sistema, superaron con mucho en mal gusto las obras más detestables del siglo de la decadencia de la Roma pagana.
Es bien sabido que, en todas las cuestiones sometidas al entendimiento, el prejuicio es destructor de los juicios sólidos y pervierte todas las operaciones de las facultades intelectuales. No es menor el perjuicio que causa al buen gusto, ni es menos decisiva su influencia corruptora sobre nuestro sentimiento de la belleza. Pertenece al buen sentido el controlar su influjo en ambos casos y, a este respecto, así como en muchos otros, la razón, si no una parte esencial del gusto, es al menos requisito para las operaciones de esta última facultad.
Las bases sobre las cuales se apoyaba nuestra obra en el arte plástico -nuestro oficio- no eran homogéneas, y se ha perdido toda conexión entre pintura, escultura y arquitectura: el resultado fue el individualismo, es decir, la expresión de hábitos y gustos puramente personales; mientras tanto los artistas, en su acercamiento al material, lo han degradado a una especie de distorsión en relación a uno u otro campo del arte plástico.
El regionalismo crítico trata de complementar nuestra experiencia visual normativa reorientando la gama táctil de las percepciones humanas. Al hacerlo así, se esfuerza por equilibrar la prioridad concedida a la imagen y contrarrestar la tendencia occidental a interpretar el medio ambiente en formas exclusivamente de perspectiva. De acuerdo con su etimología, la perspectiva significa visión racionalizada o vista clara, y como tal presupone una supresión consciente de los sentidos del olfato, el oído y el gusto, y un distanciamiento consiguiente de una experiencia más directa del entorno.
Entre los conceptos que la teoría del gusto se ha esforzado en formular, uno de los más importantes es el estilo en el arte. Esta expresión es una de las que se prestan a las más variadas interpretaciones, tantas, que los escépticos han querido negarle una clara base conceptual. Sin embargo, todo artista y auténtico «connaisseur» intuye su completo significado, por difícil que sea expresarlo en palabras. Quizá podamos decir: Estilo es dar énfasis y significado artístico a la idea básica y a todos los coeficientes intrínsecos y extrínsecos que modifican la personificación del tema en una obra de arte.
El placer sensorial que nace de la visión de objetos y composiciones llamados por nosotros pintorescos, pueden ser percibidos por cualquier persona en la medida en que sus órganos de la vista sean cabales y sensibles, pues se trata de algo totalmente independiente del hecho de ser pintorescos, o a la manera de los pintores. Pero esa misma relación con la pintura, expresada por la palabra pintoresco, es la que proporciona la totalidad del placer derivado de la asociación, susceptible de ser sentido sólo por personas que disponen de las correspondientes ideas que asociar, es decir, por personas versadas en cierta medida en ese arte. Al estar tales personas habituadas a contemplar buenos cuadros y obtener placer de la pintura, habrán de sentir placer, como es lógico, al ver en la naturaleza esos objetos inspiradores de aquellos poderes de imitación y embellecimiento y esas combinaciones y coincidencias de objetos que han guiado aquellas potencialidades en sus ejecuciones más afortunadas. Los objetos evocan en la mente las imitaciones que la destreza, el gusto y el genio han producido; y ellas, a su vez, traen a la mente los objetos mismos y los muestran a través de un medio perfeccionado -el de la sensibilidad y la penetración- de un gran artista.
La arquitectura, y con ella el conjunto de las actividades creadoras del Werkbund, empujan hacia la tipificación. Solamente a través de la tipificación podrá aquélla recobrar la significación universal, que fue su característica en los tiempos de cultura armoniosa. Sólo con la tipificación, que debe ser comprendida como resultado de una concentración beneficiosa, se posibilitará el desarrollo de un gusto seguro y universalmente válido.
Lo primero es, pues, la clara terminación de todas las incógnitas: y para empezar, las incógnitas de carácter general planteadas por nuestra época en su complejidad, la individualización de las peculiaridades vinculadas a la aparición de un nuevo consumidor social de la arquitectura, la clase trabajadora, que debe organizar no sólo su propia estética cotidiana, sino también las complejas formas de la vida económica del país. Naturalmente no se trata de adaptarse a los gustos individuales del nuevo consumidor. Muchas veces, sin embargo, el problema se plantea en esos términos y, como consecuencia, se nos obliga a atribuir fríamente al trabajador este o aquel gusto, esta o aquella manía, que en realidad no son sino un reflejo de los viejos modos de ver prerrevolucionarios.
Pero aunque haya naturalmente una gran diferencia en cuanto a la delicadeza entre una persona y otra, nada tiende con más fuerza a incrementar y mejorar este talento que la práctica de un arte particular y el frecuente examen y contemplación de una clase particular de belleza. Cuando se presentan objetos de cualquier tipo por primera vez ante la vista o la imaginación de una persona, el sentimiento que los acompaña es oscuro y confuso, y la mente es incapaz en gran medida de pronunciarse acerca de sus méritos o defectos. El gusto no puede percibir las diversas excelencias de la obra, ni mucho menos distinguir el carácter particular de cada rasgo meritorio ni averiguar su calidad y grado… Tan ventajosa es la práctica para el discernimiento de la belleza que, antes de que podamos emitir un juicio sobre cualquier obra importante, debería ser incluso un requisito necesario el que esa misma obra concreta haya sido analizada por nosotros más de una vez y haya sido examinada atenta y reflexivamente bajo distintos puntos de vista.
Es natural que busquemos una norma del gusto, una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres o, al menos, una decisión que confirme un sentimiento y condene otro. Existe una concepción filosófica que elimina todas las esperanzas de éxito en tal intento y representa la imposibilidad de obtener nunca una norma del gusto. La diferencia, se dice, entre el juicio y el sentimiento es muy grande. Todo sentimiento es correcto, porque el sentimiento no tiene referencia a nada fuera de si, y es siempre real en tanto un hombre sea consciente de él. Sin embargo, no todas las determinaciones del entendimiento son correctas, porque tienen referencia a algo fuera de sí, a saber, una cuestión de hecho, y no siempre se ajustan a ese modelo. Entre un millar de opiniones distintas que puedan mantener diferentes hombres sobre una misma cuestión, hay una, y sólo una, que sea la exacta y verdadera, y la única dificultad reside en averiguarla y determinarla. Por el contrario, un millar de sentimientos diferentes, motivados por el mismo objeto, serán todos ellos correctos, porque ninguno de los sentimientos representa lo que realmente hay en el objeto. Sólo señala una cierta conformidad o relación entre el objeto y los órganos o facultades de la mente. Y si esa conformidad no existiera, de hecho, el sentimiento nunca podría haber existido.
La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin. Este comportamiento progresivo se caracteriza porque el gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e inmediatamente con la actitud del que opina como perito. Esta vinculación es un indicio social importante. A saber, cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. De 10 convencional se disfruta sin criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente nuevo.
La belleza no es una cualidad de las cosas mismas; existe sólo en la mente que las contempla, y cada mente percibe una belleza diferente. Una persona puede incluso percibir uniformidad donde otros perciben belleza, y cada individuo debería conformarse con sus propios sentimientos sin pretender regular los de otros. Buscar la belleza real 0 la deformidad real es una búsqueda tan infructuosa como pretender encontrar el dulzor o el amargor reales. De acuerdo con la disposición de los órganos, el mismo objeto puede ser a la vez dulce y amargo, y el dicho popular ha establecido con toda razón que es inútil discutir sobre gustos. Es muy natural, e incluso necesario, extender este axioma tanto al gusto de la mente como al del cuerpo, y así se ve que el sentido común, que tan a menudo está en desacuerdo con la filosofía, especialmente con la escéptica, está de acuerdo, al menos en este caso, en emitir la misma decisión.
La formidable antítesis entre el mundo moderno y el antiguo está determinada por todo lo que antes no existía. Han entrado en nuestras vidas elementos que los hombres antiguos ni siquiera podían imaginar. Se han producido situaciones materiales y han aparecido actitudes del espíritu que repercuten con mil efectos distintos, el primero de todo la formación de un nuevo ideal de belleza todavía oscuro y embrionario, pero que ya ejerce su atracción en la multitud. Hemos perdido el sentido de lo monumental, de lo pesado, de lo estático, y hemos enriquecido nuestra sensibilidad con el gusto por lo ligero, lo práctico, lo efímero y lo veloz. Percibimos que ya no somos los hombres de las catedrales, de los palacios y de los edificios públicos, sino de los grandes hoteles, de las estaciones de ferrocarril, de las carreteras inmensas, de los puertos colosales, de los mercados cubiertos, de las galerías luminosas, de las líneas rectas, de los saludables vaciados.