voluntad

Las formas técnicas, en cambio, son y siguen siendo calculadas, no simbólicas, y los soportes de hierro no pierden la rigidez de su génesis matemática aunque estén cubiertos de oro. Vienen de un proceso mecánico y no de una voluntad formal consciente. Y trasladar las formas técnicas al campo de la arquitectura, es decir, simbólicas, sin alterarlas, significa no saber lo suficiente sobre el problema y volver a caer en el naturalismo. Con el arte, el hombre se sitúa fuera de la naturaleza, con la técnica la continúa. Como artista, el arquitecto, naturalmente, no puede negar la técnica como soporte material de su actividad, ni puede negar el oficio. En el pasado, el arte fue la culminación de la artesanía, añadiendo a lo que era funcional en el presente un elemento de inutilidad y eternidad; la artesanía no tuvo otra culminación que el arte, quizás independientemente de los resultados obtenidos en la antigua Roma; hoy en día la técnica alcanza sus resultados por sus propios caminos, para perderse en lo informe o para elevarse a la magia técnica, por ejemplo con la radio o el telégrafo inalámbrico.

Solamente una voluntad nueva tiene el futuro a su favor en la inconsciencia de un ímpetu caótico y el prístino vigor con que abarca lo universal. Porque justamente, así como cada época, que fue decisiva para la evolución de la historia humana, aglutinó todo el mundo conocido bajo su decisión espiritual, así nosotros anhelamos también traer la felicidad más allá de nuestro propio país, más allá de Europa, a todos los pueblos. Esto no quiere decir que yo esté tomando las riendas del internacionalismo. Porque el internacionalismo implica una actitud estética sin base en pueblo alguno, en un mundo en desintegración. El supranacionalismo, sin embargo, abarca las demarcaciones nacionales como una condición previa; es la humanidad libre quien únicamente puede restablecer una cultura de ámbito universal.

Por «voluntad artística absoluta» hay que entender aquella latente exigencia interior que existe por sí sola, por completo independiente los objetos y del modo de crear, y se manifiesta como voluntad de forma. Es el «momento» primario de toda creación artística; y toda obra de arte no es, en su más íntimo ser, sino una objetivación de esta voluntad artística absoluta, existente a priori.

Así pues, en esos monumentos se observa que la libre voluntad del espíritu creativo del hombre es el primer y más importante factor para la existencia de un estilo arquitectónico. Ciertamente, en sus creaciones, ese espíritu debe moverse dentro de las superiores leyes de la tradición, de la necesidad y de las exigencias. Sin embargo, el hombre se apropia de estas leyes y las hace suyas, por así decirlo, según una concepción libre y objetiva, y las utiliza de acuerdo con la idea que pretende realizar. Por lo demás, en esto, las manifestaciones de la Historia del Arte son idénticas a las de la Historia de la Cultura tomada en sentido general, y constituyen solo una parte subsidiaria aunque integrante de la misma.

En tanto existan todavía artistas en el Werkbund y en tanto sean capaces de ejercer alguna influencia en su destino, deberán protestar contra cualesquiera sugerencias en el sentido de establecer cánones o tipificación. En su más íntima esencia, el artista es un individualista ardiente, un creador libre y espontáneo. Por su propia y libre voluntad, jamás debe subordinarse a una disciplina que le imponga un tipo, un canon. Instintivamente desconfía de cualquier cosa que pudiera esterilizar sus actos y de cualquiera que predique unas reglas que le pudiera impedir elaborar sus ideas para alcanzar libremente unos fines, o que intente encerrarlo en una forma universalmente válida, en la que tan sólo puede ver una máscara que encubre de virtud lo que no es sino incapacidad.

Existe un camino de la forma [Gestaltungsweg] en el que todas las cosas, tanto las que se conforman a la manera de las figuras geométricas como las semejantes a formaciones cristalinas, llegan a adquirir su definición formal a partir de la idea encerrada en un concepto individual. Por el contrario, cuando las cosas adquieren su forma a partir de ideas externas, ajenas a su propio llegar a ser interior, el camino hacia la forma discurre por otros senderos. De lo que deducimos que la riqueza de nuestras construcciones, de nuestro quehacer creador, descansa decididamente de una vez por todas en la riqueza de nuestros conceptos. En tanto que el hombre primitivo, sin tener consciencia de poseer un concepto acerca de la forma, estaba en sintonía con la naturaleza y, por lo tanto, se comportaba de una manera natural, llegando incluso a mostrarse siempre creativo, el hombre de las culturas geométricas, dotado de una voluntad conceptual tan acentuada cuanto limitadas son sus ideas, se ha mostrado fecundo sólo hasta que el flujo de su energía vital se volcó y se envasó en el molde de las formas que siguen las reglas y leyes de la geometría, con lo que certificó su propia acta de defunción creativa. Dicho de otra manera, sólo fue creativo mientras esas figuran fueron capaces de transmitir su propia vitalidad al proceso de desarrollo formal.

El Valor de una obra de arte, aquello que llamamos su belleza, reside, hablando en términos generales, en sus posibilidades de brindar felicidad. Y es obvio que existe una relación causal entre éstos y las necesidades psíquicas a que corresponden. La voluntad artística absoluta es, pues, la norma para valorar la calidad de estas necesidades psíquicas.

Así es como podríamos establecer la verdad de vivir con el cuerpo, estableciendo que la anormalidad se siente antes de que el intelecto sea consciente de ello, y a la inversa, que una ruptura de la normalidad golpea el «ojo» o los «sentimientos» -como solemos decir- antes de que el intelecto haya determinado o resida la falla. Se podría objetar que en la contemplación estética, este vivir con no puede ser tomado en cuenta, porque la imitación de la expresión fisonómica humana sólo encuentra su lugar en los momentos de abandono de la voluntad durante los cuales uno se olvida de sí mismo al sumergirse prácticamente en el objeto. Esta objeción sería refutada por esta observación fundamental, que la contemplación estética en sí misma requiere esta falta de voluntad, este abandono de los sentimientos personales. Quien no tenga la capacidad de dejar de pensar en sí mismo de vez en cuando nunca podrá disfrutar de una obra de arte, y mucho menos crearla.

Situando los problemas generales en un ámbito rigurosamente estructural, se pone en evidencia el jaque-mate al que se auto condena la utopía, revelando además la secreta voluntad de provocar el naufragio, implícita ya en el mismo acto de nacimiento de la hipótesis utópica.

El Eupalino de Valéry evoca de modo ejemplar lo que para nosotros es la alternativa de la vanguardia; la voluntad constructiva de la forma que ordena lógicamente la espontaneidad de la vida. «Avaro de sueños -dice Eupalino-, concibo como si se realizasen y no contemplo ya en el espacio informe de mi alma los edificios imaginarios, que respecto a los de la realidad son como las quimeras y las gorgonas respecto a los verdaderos animales: lo que yo pienso puede hacerse, y lo que yo hago es inteligible». Lo que Eupalino describe es la tautología de la arquitectura, la necesidad de su claridad lógica, de su simplicidad y de su operante racionalidad: la imagen se describe a sí misma. Pero naturalmente una imagen real, construida con materiales reales, para un mundo igualmente real: el lugar de lo posible, hoy. Pero si por una parte se niega la evasión del arte, la estéril abstracción de los ejercicios geométricos o la proyectación «de un solo golpe» de la metrópoli, ¿cuál es el campo operativo que se presenta? ¿Y cómo se pueden abordar de modo realista las instancias de renovación disciplinar?

El estilo consiste en la concordancia de un fenómeno artístico con su origen, con todas las condiciones previas y con las modificaciones y circunstancias que intervienen en su hacerse [Werden]. Partiendo de este punto de vista, el estilo no representa un absoluto, sino el resultado de un proceso. Estilo es el stylus, el buril o el cincel, el instrumento del que se servían los Antiguos para escribir y dibujar, una palabra que define la relación entre la forma y la historia de su surgimiento. Al instrumento pertenece la mano que lo dirige y también la voluntad que guía la mano.

Hemos llegado a descubrir que muchas de las cosas que responden a la satisfacción de un fin puramente práctico ya están dotadas de una forma, pues presentan una perfecta adecuación a nuestras exigencias expresivas. Que en buena parte las cosas configuradas de acuerdo con la satisfacción de nuestras necesidades prácticas se corresponden tanto más con exigencias expresivas cuanto más satisfacen los puros requerimientos prácticos. Y que la expresión de esos objetos se corresponde con la aparición de una nueva espiritualidad [eine neue Geistigkeit]. Nuestra voluntad de expresión la hemos reconocido en las máquinas, los barcos, los automóviles, los aviones y otros mil aparatos e instrumentos. De manera que, con este descubrimiento, comienza un nuevo capítulo en la historia del proceso de definición formal [Gestaltwerdung] de los objetos.

La necesidad de proyección sentimental puede considerarse como supuesto de la voluntad artística en el único caso de tender esta hacia lo realista-orgánico, es decir hacia el naturalismo, usando esta palabra en su sentido elevado. El sentimiento de felicidad que produce en nosotros la reproducción de la vida orgánicamente hermosa, aquello que el hombre moderno designa como belleza, es una satisfacción de esa interna necesidad de autor divida que es para Lipps la premisa del proceso de proyección sentimental.

La política, de hecho, constituye aquí el problema de las elecciones. ¿Quién en última instancia elige la imagen de una ciudad? La ciudad misma, pero siempre y solamente a través de sus instituciones políticas. Se puede afirmar que esta elección es indiferente; pero sería simplificar trivialmente la cuestión. No es indiferente; Atenas, Roma, París son también la forma de su política, los signos de una voluntad. Desde luego, si consideramos la ciudad como manufactura, al igual que los arqueólogos, podemos afirmar que todo lo que se acumula es signo de progreso; pero ello no quita que existan valoraciones de este progreso. Y diferentes valoraciones de las elecciones políticas.

Volviendo a las más tempranas formas de arte y técnica descubiertas por la investigación antropológica, señalé que desde el comienzo mismo de su vida en la tierra el hombre es tanto un hacedor de símbolos como un hacedor de herramientas, pues tiene necesidad de expresar su vida interior y al mismo tiempo de controlar su vida exterior. Pero la herramienta, antaño tan dócil a la voluntad del hombre, se ha convertido en un autómata y en el momento presente el desarrollo de las organizaciones automáticas amenaza con convertir al hombre mismo en una mera herramienta pasiva. Afortunadamente, eso no significa el fin del arte ni el fin del hombre. Pues los impulsos creadores que se agitaron en el alma humana cientos de miles de años atrás, cuando la curiosidad, la capacidad manual, la creciente, inteligencia y sensibilidad del hombre, le hicieron desprenderse de su letargo animal -estos hondos impulsos no se desvanecerán porque, temporariamente, haya escapado a su dominio un aspecto de su naturaleza, el disciplinado por la herramienta y la máquina. Se trata de una deformación momentánea del crecimiento y corresponde a la naturaleza de la vida misma, después de un período de crecimiento, tratar de restablecer el equilibrio, a fin de estar lista para el acto de crecimiento siguiente. Mientras la vida persiste, mantiene la posibilidad de dar solución a sus errores, de superar su infortunio, de renovar su creación.

Muy acertadamente, los monumentos de tiempos remotos se describen como recipientes fosilizados de organizaciones sociales extintas, pero estos no crecieron sobre la espalda de la sociedad como lo hacen los caparazones a la espalda de los caracoles ni brotaron por un ciego proceso natural, como los arrecifes de coral, sino que son libres creaciones del hombre en las que este puso inteligencia, capacidad de observación de la naturaleza, genio, voluntad, conocimiento y poder.

Rechazamos toda especulación estética, toda doctrina y todo formalismo. La arquitectura es la voluntad de la época traducida a espacio. Viva, Cambiante, Nueva. Ni el ayer, ni el mañana, sólo el hoy puede plasmarse. Sólo se puede realizar esta arquitectura. Crear la forma desde la esencia del problema con los medios de nuestra época. Esta es nuestra tarea.

Pero, ¿no ha sido siempre intención de toda arquitectura desde el despertar de la cultura entre los hombres, más allá de la creación de un simple bloque, tender a la configuración del espacio? La arquitectura es en realidad un arte subordinado a un fin determinado y este fin ha sido siempre, en realidad, el de formar espacios cerrados en cuyo interior el hombre pudiese disfrutar de libertad de movimientos. Pero, según nos enseña la misma definición, la tarea de construir se divide en dos partes complementarias e interdependientes que, precisamente por eso, se hallan recíprocamente en clara situación de contraste: la creación del espacio -cerrado- en cuanto tal y la creación de los límites del espacio. Así, desde un principio se abría a la voluntad artística del hombre la posibilidad de realizar una parte de su tarea a expensas de la otra. Las delimitaciones del espacio podían sobrecargarse hasta tal punto que la obra arquitectónica se transformara en una obra clásica. Por otra parte se podían desplazar los límites del espacio tanto como para suscitar en el espectador el pensamiento de la inconmensurabilidad y de la inmensidad del mismo.

El fundamento más general para la proyección es aquí también la concepción sucesiva y la unitaria. El espacio interior de una catedral nace en mi concepción como la línea. Nace de un punto, a saber, de aquel punto desde el cual yo la observaba con arreglo a su naturaleza especial. Ensanchase en distintas direcciones. Y todo esto en cada momento de nuevo. Está dotada de vida en todas sus partes en el mismo sentido que el espacio del cuerpo humano. No es sólo un cuerpo físico, ni tampoco un cuerpo geométrico, sino un cuerpo estético. Tiene eventualmente sus miembros. Así, por ejemplo, tiene el espacio de una iglesia con nichos y naves, en este sentido miembros: extiéndese y esparce su vida por su interior, como un hombre en sus miembros, su vida y su voluntad. Y nace todo esto, en ciertos casos, libremente, valientemente, quizás jugando, como un hombre.

La arquitectura consiste de algún modo en ordenar el ambiente que nos rodea, ofrecer mejores posibilidades al asentamiento humano; por tanto, las relaciones que tiene la misión de establecer son múltiples, interactuantes entre sí; se refieren al control del ambiente físico, a la disposición de ciertas posibilidades de circulación, a la organización de las funciones, de su agrupamiento o segregación, de sus relaciones; responde a ciertos criterios económicos, se mueve en, y mueve, ciertas dimensiones tecnológicas, provoca modificaciones del paisaje, etc., pero organizar estas relaciones es algo completamente diferente de su simple suma, es el significado que deriva del modo de darles forma, es colocarse dentro de la tradición de la arquitectura como disciplina, con un nuevo gesto de comunicación, con una nueva voluntad de transformación de la historia.

La arquitectura urbana -que, como sabemos, es la creación humana- es querida como tal; el ejemplo de las plazas italianas del Renacimiento no puede ser referido ni a su función ni a la casualidad. Son un medio para la formación de la ciudad, pero se puede repetir que lo que parece un medio ha llegado a ser un objetivo; y aquellas plazas son la ciudad. Así, la ciudad se tiene como fin a sí mismo y no hay que explicar nada más que no sea el hecho de que la ciudad está presente en estas obras. Pero este modo de ser implica la voluntad de que esto sea de este modo y continúe, así. Ahora bien, sucede que este modo es la belleza del esquema urbano de la ciudad antigua, con la que se nos da el parangonar siempre nuestra ciudad; ciertas funciones como tiempo, lugar, cultura modifican este esquema como modifican las formas de la arquitectura; pero esta modificación tiene valor cuando, y sólo cuando, ella es un acto, como acontecimiento y como testimonio, que hace la ciudad evidente a sí misma.

Las formas surgidas de exigencias objetivas, conformadas por la vida, cuyo carácter primitivo no ha sido modificado por el hombre, son de índole natural y elemental, mientras que aquéllas a las que se quiere dotar de una expresión, se derivan de una norma, de reglas entendidas como un hecho de conocimiento humano. De manera que las primeras de estas formas, aun sometidas continuamente por circunstancias externas a modificaciones, son desde luego realmente eternas e indestructibles, ya que son formas a las que la vida confiere sin cesar un nuevo renacer. Por el contrario, las formas emanadas de una voluntad de expresión se encuentran sometidas a la caducidad y a las variaciones del conocimiento del hombre. Ello quiere decir que las formas que satisfacen una finalidad práctica surgen asimismo de una manera natural y discurren, por así decir, por un sendero anónimo, en tanto que las que responden a una voluntad de expresión tienen un origen psíquico y por eso mismo alcanzan el más alto grado de subjetividad e indeterminación. Con otras palabras: las formas que satisfacen una finalidad objetiva son siempre, y en todas partes, las mismas. En cambio, las formas debidas a una voluntad de expresión se encuentran ligadas al linaje y al conocimiento, y por lo tanto al lugar ya la época. La historia de la evolución formal, el llegar a ser de las formas [Gestaltwerdung], es en realidad una historia de los requerimientos que se aplican a la expresión de las cosas.