Aldo Rossi

Si, efectivamente, se puede admitir clasificar los edificios y las ciudades según su función, como generalización de algunos criterios de evidencia, es inconcebible reducir la estructura de los hechos urbanos a un problema de organización de algunas funciones más o menos importantes; desde luego, esta grave distorsión es lo que ha obstaculizado y obstaculiza en gran parte un progreso real en los estudios de la ciudad. Si los hechos urbanos son un mero problema de organización, no pueden presentar ni continuidad ni individualidad, los monumentos y la arquitectura no tienen razón de ser, no «nos dicen nada». Posiciones de ese tipo asumen un claro carácter ideológico cuando pretenden objetivar y cuantificar los hechos urbanos; éstos, vistos de modo utilitario, son tomados como productos de consumo.

De todo ello surgió esta idea de ciudad en la que los monumentos representan los puntos fijos de la creación humana, los signos tangibles de la acción de la razón y de la memoria colectiva; en la que la residencia se convierte en el problema concreto de la vida del hombre que poco a poco va organizando y mejorando el espacio en que habita, según sus viejas necesidades; y de esta manera, la estructura urbana, según las leyes de la dinámica de la ciudad, se va disponiendo en modos diversos, aunque siempre con los mismos elementos fijos: la casa, los elementos primarios, los monumentos. Estas diversificaciones dentro de la ciudad no comprenden las funciones; se trata de hechos urbanos de naturaleza distinta, que tienen una vida distinta y que están concebidos de una manera también distinta.

Diré sencillamente que considero la forma como un signo preciso que se coloca en la realidad y que da la medida de un proceso de transformación. Así, la forma arquitectónica es algo cerrado y completo, una vez más vinculado estrechamente a un enunciado lógico. En este sentido, creo que forma y signo son, por ejemplo, los acueductos romanos, que precisamente modifican un determinado tipo de realidad y definen la imagen que tenemos de aquella realidad.

El elemento subjetivo tiene una importancia enorme tanto en la arquitectura como en la política; en realidad, arquitectura y política se han de considerar como ciencias, aunque su momento creativo se base en elementos decisorios.

Partes enteras de la ciudad presentan signos concretos de su modo de vivir, una forma propia y una memoria propia. Se han individualizado a través de la profundización de estas características por las indagaciones de tipo morfológico y por las posibles investigaciones de tipo histórico y lingüístico. En este sentido el problema empieza en el concepto de locus y de dimensión.

La política, de hecho, constituye aquí el problema de las elecciones. ¿Quién en última instancia elige la imagen de una ciudad? La ciudad misma, pero siempre y solamente a través de sus instituciones políticas. Se puede afirmar que esta elección es indiferente; pero sería simplificar trivialmente la cuestión. No es indiferente; Atenas, Roma, París son también la forma de su política, los signos de una voluntad. Desde luego, si consideramos la ciudad como manufactura, al igual que los arqueólogos, podemos afirmar que todo lo que se acumula es signo de progreso; pero ello no quita que existan valoraciones de este progreso. Y diferentes valoraciones de las elecciones políticas.

Cattaneo ha escrito sobre la naturaleza como patria artificial que contiene toda la experiencia de la humanidad. Nos podemos permitir entonces afirmar que la cualidad de los hechos urbanos surge de las investigaciones positivas, de la concreción de lo real; la cualidad de la arquitectura -la création humaine- es el sentido de la ciudad.

La formación de una teoría de la proyección constituye el objeto específico de una escuela de arquitectura, y su prioridad, por encima de cualquier otra investigación, es incontestable. Una teoría de la proyección representa el momento más importante, fundamental, de toda arquitectura, y por ello un curso de teoría de la proyección debería colocarse como eje principal de las escuelas de arquitectura.

Pero si los principios de la arquitectura son permanentes y necesarios, ¿cómo se sitúan dentro del devenir histórico de las diversas y concretas arquitecturas? Creo que se puede decir que los principios de la arquitectura, en cuanto fundamentos, no tienen historia, son fijos e inmutables, aunque las diferentes soluciones concretas sean diversas, y diversas las respuestas que los arquitectos dan a cuestiones concretas.

¿Es posible afirmar que las catedrales y las iglesias esparcidas por el mundo y San Pedro no constituyen la universidad de la Iglesia católica? No me refiero al carácter monumental de estas arquitecturas ni a su valor estilístico: me refiero a su presencia, a su construcción, a su historia. En otros términos, a la naturaleza de los hechos urbanos. Los hechos urbanos tienen vida propia, destino propio.

Un discurso riguroso sobre la proyección arquitectónica debe basarse en fundamentos lógicos. Y, en sus líneas generales, ésta es la actitud racionalista respecto a la arquitectura y a su construcción: creer en la posibilidad de una enseñanza que está totalmente comprendida en un sistema y en la que el mundo de las formas es tan lógico y preciso como cualquier otro aspecto del hecho arquitectónico, y considerar esto como significado transmisible de la arquitectura, al igual que cualquier otra forma de pensamiento.

La ciudad está constituida por partes; cada una de estas partes está caracterizada; posee, además, elementos primarios alrededor de los cuales se agregan edificios. Los monumentos son, pues, puntos fijos de la dinámica urbana; son más fuertes que las leyes económicas, mientras que los elementos primarios no lo son en forma inmediata. Ahora, ser monumentos es en parte su destino; no sé hasta qué punto este destino es previsible. En otros términos: por lo que atañe a la constitución de la ciudad es posible proceder por hechos urbanos definidos, por elementos primarios, y esto tiene relación con la arquitectura y con la política; algunos de estos elementos se elevarán al valor de monumentos sea por su valor intrínseco, sea por una particular situación histórica, y esto se relaciona precisamente con la historia y la vida de la ciudad.

Arquitectura, en sentido positivo, para mí, es una creación inseparable de la vida y la sociedad en la cual se manifiesta; en gran parte, es un hecho colectivo. Al construir sus viviendas, los primeros hombres realizaron un ambiente más favorable para su vida al construirse un clima artificial, y construyeron de acuerdo con una intencionalidad estética, iniciaron la arquitectura, junto con los primeros indicios de la ciudad; de esta manera, la arquitectura es connatural con la formación de la civilización, y es un hecho permanente, universal y necesario. Sus caracteres estables son la creación de un ambiente más propicio a la vida y la intencionalidad estética.

La arquitectura urbana -que, como sabemos, es la creación humana- es querida como tal; el ejemplo de las plazas italianas del Renacimiento no puede ser referido ni a su función ni a la casualidad. Son un medio para la formación de la ciudad, pero se puede repetir que lo que parece un medio ha llegado a ser un objetivo; y aquellas plazas son la ciudad. Así, la ciudad se tiene como fin a sí mismo y no hay que explicar nada más que no sea el hecho de que la ciudad está presente en estas obras. Pero este modo de ser implica la voluntad de que esto sea de este modo y continúe, así. Ahora bien, sucede que este modo es la belleza del esquema urbano de la ciudad antigua, con la que se nos da el parangonar siempre nuestra ciudad; ciertas funciones como tiempo, lugar, cultura modifican este esquema como modifican las formas de la arquitectura; pero esta modificación tiene valor cuando, y sólo cuando, ella es un acto, como acontecimiento y como testimonio, que hace la ciudad evidente a sí misma.