centros
El concepto aceptado de ciudad es el de una serie de círculos concéntricos que decrecen en densidad residencial y en grado de ocupación de la tierra hacia los bordes, provistos de una trama de calles de tipo radial que se origina en el centro histórico de la ciudad. A este esquema se ha agregado recientemente el concepto de ciudades satélites de baja densidad, concéntricas y «autosuficientes» (aisladas, alrededor de Londres; conectadas, en Estocolmo). En el concepto de clúster no hay un solo «centro», sino varios. Los centros de presión están vinculados con la industria y con el comercio, ya que éstos son los puntos naturales en los cuales se expresa la vida de la comunidad: el brillo de las luces y el movimiento de las muchedumbres.
La idea de una comunidad equilibrada y autónoma es tan insostenible teóricamente como costosa desde un punto de vista práctico. El rechazo de una concepción así exige un cambio completo de actitud. El planificador no es ya el reformador social sino un técnico en el terreno de la forma que no podrá seguir contando con centros comunitarios, lavanderías comunitarias, salones comunitarios, etc., para disimular el hecho de que un asentamiento resulta en su globalidad incomprensible. Indudablemente, en la planificación de una nueva situación se deberían calcular desde un principio las dimensiones de la comunidad nueva en términos de población, como hacemos aquí, con el fin de hacer posible la elección de un emplazamiento apropiado y la planificación de los enlaces -carreteras, saneamiento, electricidad, etc.- con los sistemas existentes.
El hombre y su contorno son inseparables. El hombre de ciudad, o mejor, el hombre de los centros de vivienda y de producción, y las condiciones de vida que esos espacios técnicos le proporcionan, son inseparables. Si no se quiere llegar tan sólo a planificar un proceso descontrolado de aumento de la población, y de la producción económica, y del consumo, o conformarse con ese proceso, entonces tenemos que aprender a distinguir con toda claridad lo que es adaptación feliz, y lo que es biopatología de la civilización industrial de masas.
Mientras que la estrategia del regionalismo crítico delineado más arriba se dirige principalmente al mantenimiento de una densidad y resonancia expresivas en una arquitectura de resistencia (una densidad cultural que bajo las condiciones actuales podría considerarse potencialmente liberadora en sí misma, puesto que posibilita al usuario múltiples experiencias), la provisión de un lugar–forma es igualmente esencial para la práctica crítica, puesto que una arquitectura de resistencia, en un sentido institucional, depende necesariamente de un dominio claramente definido. Tal vez el ejemplo más genérico de semejante forma urbana sea la manzana, aunque pueden citarse otros tipos relacionados, introspectivos, como la galería, el atrio, el antepatio y el laberinto. Y mientras que en la actualidad estos tipos se han convertido, en muchos casos, en los vehículos para acomodar ámbitos pseudopúblicos (pensemos en recientes megaestructuras de viviendas, hoteles, centros de compras, etc.), ni siquiera en estos casos podemos descartar por entero el potencial latente político y resistente del lugar y la forma.
El carácter de los centros urbanos está por ende destinado a influir en forma significativa en las condiciones generales de toda la nación.
Es cierto que nunca en el pasado, como en nuestra sociedad, habían circulado tan libremente tantas palabras e imágenes; nunca habíamos dispuesto de medios tan perfectos para reproducirlas y difundirlas. Pero, paradójicamente, se constata que si bien los hombres nunca han sido tan libres, nunca han sido, por otra parte, menos libres para resistir a la seducción de palabras e imágenes. Porque una característica distintiva de nuestra sociedad es precisamente la flagrante contradicción entre la posibilidad formal que se garantiza para todos, y la escasísima posibilidad real para ejercer la propia libertad. Otra característica no menos distintiva y no menos flagrante es la contradicción -que padecemos cotidianamente- entre el refinamiento de las técnicas comunicativas utilizadas y la mediocridad de los productos comunicativos que resultan que ellas. Mediocridad que es intencional, y tiene su origen en el designio de los centros de poder de nuestra sociedad de estereotipar hasta el máximo las estructuras simbólicas, para reducir así al mínimo los riesgos de posibles heterodoxias simbólicas.