funcional
La arquitectura es un arte funcional muy especial: delimita el espacio para que podamos habitar en él y crea el marco de nuestra vida. En otras palabras, la diferencia entre escultura y arquitectura no es que la primera trabaje con formas más orgánicas y la segunda con otras más abstractas. Ni siquiera la escultura más abstracta, limitada a formas geométricas puras, se convierte en arquitectura. Le falta un factor decisivo: la utilidad.
En los límites de la óptica funcional, para asegurar una correspondencia característica entre la función y el espacio, no basta con identificar la función, sino que es preciso identificar también el espacio correspondiente. Los pasos graduales necesarios para abocar a este género de correspondencia han sido uno de los principales rasgos de nuestra manera funcional de abordar el problema. Materializar esta relación equivale a materializar la relación funcional interna entre el fin y los medios. Si bautizamos esta trama como unidad funcional, descubrimos que constituye uno de los elementos necesarios para la edificación de una ciudad. En el interior de esta unidad funcional vemos que el espacio y la forma confieren una expresión particular a las individualidades funcionales. Sin embargo, cuando el contenido funcional se tiñe de metafísica, la expresión individual está marcada a veces por el simbolismo.
Aún somos funcionalistas y aún aceptamos la responsabilidad por el conjunto de la comunidad, pero ahora la palabra funcional no tiene un significado meramente mecánico como lo tenía hace treinta años. Nuestro funcionalismo significa aceptar las realidades de la situación, con todas sus contradicciones y confusiones, e intentar hacer algo con ellas. En consecuencia, debemos crear una arquitectura y un urbanismo que a través de la forma construida puede hacer significativos el cambio, el crecimiento, el flujo, la vitalidad, de la comunidad.
Las sociedades que no construyen estructuras sustanciales tienden a agrupar sus actividades alrededor de algún foco central, como puede ser: un pozo de agua, un árbol de sombra, un fuego, un gran maestro; y habitan un espacio cuyos limites externos son vagos, reajustables de acuerdo con la necesidad funcional y raramente regulares. La entrega de calor y luz de un fuego está eficazmente dividida en anillos concéntricos, más brillantes y calientes cuanto más cerca del fuego; más fríos y oscuros lejos de él, de manera que el sueño es una actividad de los anillos externos, mientras que las ocupaciones que necesitan visión pertenecen a los anillos internos. Pero, al mismo tiempo, por un lado la distribución uniforme de calor se ve desviada por el viento; y por el otro, la columna de humo hace desagradable el sector del fuego a sotavento, de manera que la zonificación concéntrica es interrumpida por otras consideraciones de confort o requerimiento.
La nueva disciplina de la sinceridad estructural tiene importantes consecuencias prácticas. En las mejores muestras de la arquitectura moderna el edificio no comienza a partir del exterior -la fachada- sino del interior, de la planta. Las paredes articulan este espacio al dividirlo y subdividirlo. Excluyen el exterior y protegen de la lluvia, el viento y el sol, pero también modelan el espacio interior y el ritmo de la vida en su seno. Las paredes horizontales y verticales están en una relación que es nítida y funcional. La .profundidad de las paredes, los planos que retroceden y avanzan, articulan el espacio en un orden dinámico de vida. El resultado es un orden estructural, un equilibrio del organismo en funcionamiento, un espacio vivo.
Las formas técnicas, en cambio, son y siguen siendo calculadas, no simbólicas, y los soportes de hierro no pierden la rigidez de su génesis matemática aunque estén cubiertos de oro. Vienen de un proceso mecánico y no de una voluntad formal consciente. Y trasladar las formas técnicas al campo de la arquitectura, es decir, simbólicas, sin alterarlas, significa no saber lo suficiente sobre el problema y volver a caer en el naturalismo. Con el arte, el hombre se sitúa fuera de la naturaleza, con la técnica la continúa. Como artista, el arquitecto, naturalmente, no puede negar la técnica como soporte material de su actividad, ni puede negar el oficio. En el pasado, el arte fue la culminación de la artesanía, añadiendo a lo que era funcional en el presente un elemento de inutilidad y eternidad; la artesanía no tuvo otra culminación que el arte, quizás independientemente de los resultados obtenidos en la antigua Roma; hoy en día la técnica alcanza sus resultados por sus propios caminos, para perderse en lo informe o para elevarse a la magia técnica, por ejemplo con la radio o el telégrafo inalámbrico.
Una solución utilitaria y funcional significa ante todo una solución elemental: despojar el propio ásunto, la propia tarea, de conceptos convencionales y heterogéneos; definir el problema y la tarea con claridad y exactitud. EI cumplimiento de la finalidad no es entonces una finalidad en si, sino un medio para acercarse cada vez más a Ia vida y a su verdad y a cómo puede enriquecerse. No sólo corresponder a las necesidades de la vida de hoy, sino también despertar y crear nuevas necesidades.
En todos los casos el verdadero sentido del constructivismo va implicado en el hecho de dar la impresión de una coordinación indispensable de un elemento con otro. Al observar la dependencia funcional mutua de una serie de objetos y al justificar esta dependencia afirmamos, de ese modo, el racionalismo constructivo tras el cual vamos. El significado del constructivismo reside, pues, en el hecho de que nos convence de las aspiraciones que ciertos objetos deben satisfacer. La legitimación del principio de cohesión es inherente a la articulación y unificación prensil de elementos separados. Cuando un cuerpo se implanta en otro -generando así la dependencia de una parte respecto de la atrase crea un artículo acabado a partir de la agregación de su interacción. Vemos en ello un sentido: las uniones colectivas en una serie de elementos forman un todo único definido. Mientras un elemento separado aparece desprovisto de individualidad en una masa general, un grupo de elementos unificados constructivamente se presenta como unidad formalizada, es decir, como unidad definida, integrada.
El enigma siempre presente de la condición humana solo es negado por los necios. Y es este misterio el que debe interesar a la arquitectura. Parte de nuestra cohesión humana deviene del inevitable anhelo por capturar la realidad a través de metáforas. Ese es el verdadero conocimiento, ambiguo pero, en última instancia, más relevante que la verdad científica. Y la arquitectura, no importa cuánto resista la idea, no puede renunciar a su origen intuitivo. Si bien la construcción como proceso tecnológico es prosaica – derivada directamente de una ecuación matemática, un diagrama funcional o una regla de combinaciones formales -, la arquitectura es poética: necesariamente un orden abstracto, pero es en sí misma una metáfora que emerge de la visión del mundo y el Ser.
El gran dilema de la arquitectura parece consistir en que los más importantes arquitectos se muestran preocupados por convertirse en estilistas o bien en exhibicionistas de la estructura; pero, como lo indica la tradición funcional, hay una expresión arquitectónica que ofrece una alternativa distinta a la del estilo o la estructura. La misma consiste en la expresión de los volúmenes de los diversos locales, en relación directa con cada uno de los elementos que determinan la composición plástica del edificio.
Una forma tiene una estructura definida, sustancial y funcional. A medida que vamos entendiendo esa estructura, vemos claramente que es muy compleja y que la indudable velocidad del computador puede ser de gran ayuda. Cuando las relaciones internas que van a convertirse en forma sean mejor conocidas, será inconcebible considerar el computador más que como un simple medio. El computador es un instrumento. Es un invento maravilloso, casi milagroso. Cuanto más comprendamos la naturaleza compleja de la forma y la naturaleza compleja de la función, más necesitaremos la ayuda del computador para crear una forma.
¿Por qué la arquitectura desafía a la semiótica? Porque, en apariencia, los objetos arquitectónicos no comunican (o al menos no han sido concebidos para comunicar), sino que funcionan. Nadie puede negar que un techo sirve ante todo para cubrir y un vaso para contener líquido en disposición de ser bebido. Esta constatación es tan inmediata e indiscutible que podría parecer peregrina la pretensión de considerar a toda costa como acto de comunicación una cosa que se caracteriza tan bien y sin problemas como posibilidad de función. Cuando la semiótica pretende suministrar claves explicativas de todos los fenómenos culturales, el primer problema que se plantea es el de saber si las funciones se pueden interpretar también en su aspecto comunicativo; y a continuación, el de saber si la consideración de las funciones en su aspecto comunicativo nos permite o no comprenderlas y definirlas mejor precisamente en cuanto funciones, descubriendo nuevos tipos de funcionalidad igualmente esenciales, y que la mera consideración funcional nos impedía ver.