Georg Lukács
Es sabido que el materialismo histórico reconoce en la base económica el principio director, la ley determinante del desarrollo histórico. En relación con esto, las ideologías -y, entre ellas, la literatura y el arte– aparecen en el ámbito del proceso evolutivo solamente como una superestructura, que lo determina de un modo secundario. Partiendo de esta constatación fundamental, el materialismo vulgar saca la consecuencia mecánica y errónea, distorsionada y aberrante, de que entre la base y la superestructura subsiste un mero nexo causal, en el que el primer término figura solamente como causa, mientras que el segundo aparece sólo como efecto. […] ¿Cuál es la causa de la aversión manifestada ante la teoría marxista de la superestructura incluso por parte de aquellos estudiosos burgueses que se muestran abiertos a nuevos conocimientos y cargados de buena voluntad? En mi opinión hay que buscarla en el hecho de que también estos estudiosos ven en la concepción superestructural de la literatura y el arte un envilecimiento estético y cultural de éstos. Algo absolutamente sin razón. La ideología burguesa cree haber descubierto en la literatura y en el arte la encarnación de la «esencia eterna del hombre»; y así como se dedica a despojar al Estado y al Derecho de la función que a tales entidades corresponde como instrumentos de la lucha de clases, la ideología burguesa trata además de mostrar la cara humanística de la literatura y el arte y de establecer la ubicación que les corresponde en el seno de la unión humana por poner en su lugar al hombre real, comprometido en la lucha y socialmente activo, que históricamente se transforma y llega a ser el fantasma de una «esencia eterna del hombre», la cual nunca ha existido en ninguna parte.
El despertar, la organización y el paso a consciencia (en el más amplio sentido) de los afectos y las impresiones tienen, por tanto, lugar por la línea de la mimesis, y sabemos ya que el ritmo tiene un importante papel —también desde este punto de vista— en el proceso de trabajo, y que precisamente por él tienen lugar los comienzos de la liberación de la interioridad, el fenómeno que aquí nos interesa. Estas tendencias experimentan una intensificación cualitativa con la mimesis. Sabemos por anteriores consideraciones que la finalidad originaria de esas tendencias no era en modo alguno lo artístico, sino que han nacido como consecuencia necesaria de la contemplación mágica de la realidad, como consecuencia del esfuerzo mágico por influir en las fuerzas y los poderes ocultos que dominan la vida humana, y eliminarlos cuando es necesario, o inhibirlos por lo menos. El carácter artísticamente evocador de la mimesis se produce entonces como producto secundario en parte ajeno a la intención concreta.
Por primitiva que haya sido la mimesis en la danza o el canto, en la pintura o en la escultura (y, de hecho, algunas artes consiguen ya en estadios primitivos una mimesis de muy alto nivel), determinaciones decisivas de su objetividad han tenido que ser de carácter estético desde el primer momento. No ocurre así en las primeras satisfacciones de necesidades en el campo de la construcción. Por no hablar ya de las cavernas simplemente descubiertas, no construidas sino, a lo sumo, adaptadas, también las primeras casas construidas se orientan exclusivamente a lograr la utilidad entonces alcanzable, e incluso cuando una construcción así —ya mucho más tarde— recibe una cierta decoración, el efecto es puramente de ornamento, no de elemento de una totalidad arquitectónica. Es claro que en esto se manifiesta una necesidad que más tarde se moverá en esa dirección: se trata de la expresión de una emoción desencadenada por vivencias relacionadas con el edificio y que, como emoción, quiere expresarse e imponerse… Pero esa emoción está al principio promovida sólo por la significación general del edificio para el hombre, y no tiene ningún efecto retroactivo sobre el objeto mismo, sobre su forma.
Dada la masiva materialidad del medio homogéneo de la arquitectura, es en ella sumamente importante subrayar, como hace Hegel, enérgicamente la unidad dialéctica y contradictoria de lo sensible/»>sensible y lo no-sensible/»>sensible… El espacio arquitectónico asume todas las propiedades constructivas del «Ser-para-sí existente», la estructura del cual se destaca «simplemente» con consciencia como una evocación visual. Eso significa que la materia como tal —con todas sus legalidades ahora ya llevadas a visualidad— se convierte en factor fundante de ese espacio. Esta conexión da lugar a la revelación de todos los momentos de la totalidad que, como ha mostrado acertadamente Hegel, consta de espacio, tiempo, movimiento y materia. La peculiaridad del espacio arquitectónico consiste en que en él el espacio mismo y la materia son momentos dominantes en aquella unidad. La materia, dice Hegel, es «la relación entre el espacio y el tiempo como identidad en reposo».