El arte no tiene que emocionar, al menos no en el sentido en que lo haría el arte romántico impresionista; que la obra de arte tiene que poner precisamente al espectador en equilibrio con el universo; que la emoción tiene justamente efectos contrarios; que toda emoción, y es indiferente que suponga la categoría de dolor o de alegría, es una perturbación de la armonía, del equilibrio entre sujeto (hombre) y objeto (el Todo); que las emociones son el resultado de una representación de la vida confusa y no armónica, que se funde en el dominio de nuestra individualidad, de nuestra naturalidad y que, por último, todos los sentimientos -y esto lo prueba precisamente nuestras obras- se pueden reconstruir en relaciones puramente espaciales.
Anulando el sueño romántico de una incidencia tout court de la acción subjetiva sobre el curso del destino social, revela al pensamiento burgués que el propio concepto de destino es una creación ligada a las nuevas relaciones de producción. Como sublimación de hechos reales la viril aceptación del destino (fundamento de la ética burguesa) puede superar la miseria y el empobrecimiento que este mismo «destino» ha creado a todos los niveles de la vida asociada y, principalmente, en su forma-tipo, la ciudad.